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Uno de los mayores enigmas a la hora de evaluar a las personas en las organizaciones consiste en la medición de su potencial. Frente a los mecanismos que permiten evaluar el rendimiento y la contribución pasada y presente -mucho más evidentes, asentados y de más fácil aplicación-, valorar el potencial futuro acarrea, en cambio, notables dificultades, como explicaré a continuación.
El primer problema surge al buscar un entendimiento común y compartido de lo que significa el potencial, cómo detectarlo y en qué medida se encuentra en cada persona. Para acercarnos a su definición diríamos que consiste en una serie de capacidades implícitas, latentes, que no se han manifestado aún en su totalidad, una especie de talento oculto. Todos poseemos un determinado nivel de potencial, lo difícil es determinar cuánto y pronosticar en qué medida se pondrá en práctica. Podríamos buscar algún paralelismo en las definiciones aportadas por José Antonio Marina en su interesante obra “La inteligencia fracasada”, donde habla de una inteligencia aplicada o ejecutiva, para diferenciarla de la inteligencia básica o estructural, que es la que miden los test. El éxito viene condicionado por la puesta en acción de nuestra inteligencia, lo que es algo parecido a aflorar nuestro potencial en forma de actuación.
El potencial es una realidad viva, cambiante y, sobre todo, desarrollable. A lo largo de la carrera profesional, el potencial va apareciendo en forma de actuación, de desempeño, lo que va suponiendo un primer indicador de su magnitud. Además, junto al factor intrínseco asociado al cerebro de cada persona -o a su inteligencia estructural-, existen factores extrínsecos que condicionan el desarrollo o la aparición del potencial. Así, determinados entornos lo favorecen y estimulan, mientras que otros lo inhiben o frenan. Aspectos como el grado de libertad, confianza, apoyo, seguridad o reconocimiento afectan emocionalmente, de forma que pueden acarrear notables diferencias a la hora de que el potencial aflore en mayor o menor medida, como en el mito de Pigmalión.
Esta complejidad de factores condicionantes requiere, por un lado, definir los parámetros que cada organización establece como identificativos del potencial. Si preguntamos a los directivos qué entienden por potencial en sus colaboradores las respuestas pueden ser variopintas. Probablemente mezclen aspectos tan distintos como las capacidades ya demostradas –gestión y resolución de problemas, comunicación, eficacia, liderazgo- junto a otras más etéreas como el compromiso, la fiabilidad o incluso la lealtad.
Por otro lado, tales diferencias de criterio aconsejan que se compartan opiniones a la hora de medir la presencia de estos parámetros en cada individuo en concreto. Para ello, son muy útiles las evaluaciones periódicas de talento, que miden la contribución y también el potencial, realizadas de forma compartida por quienes ostentan un nivel directivo superior. Además de constituir una excelente oportunidad para alinear y consensuar la visión y las opiniones, aportan mayor objetividad en la medición de un aspecto bastante intangible y permiten, al mismo tiempo, jerarquizar de forma comparativa el potencial relativo de cada uno de los evaluados frente al resto.
En el siguiente número de Leaners introduciremos algunos de los indicadores que se utilizan de manera más frecuente en las valoraciones de potencial. Explicaremos en qué consiste cada uno de ellos y cómo se evidencia o manifiesta. Cuanto mayor sea el nivel de metodología y rigor que apliquemos a estas mediciones, más fácil será que nos acerquemos a un pronóstico correcto. Toda atención es poca cuando se trata de inventariar ese incomparable activo con que cuentan nuestras organizaciones, esa especie de despensa de talento que es el potencial, y que termina inclinando la balanza hacia el éxito o el fracaso.
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