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El director de Recursos Humanos de una empresa sueca sorprendía hace veinte años al contar una experiencia que estaban llevando a cabo en su sede central. Se trataba de permitir a los empleados que permanecieran fuera de su puesto de trabajo, en una sala confortable, durante algunas horas a la semana, con la única condición de que estuvieran hablando con sus compañeros sobre alguna idea innovadora que pudieran aplicar en su trabajo. Una especie de sala destinada a la interacción, un lugar donde compartir libremente ideas -pequeñas o grandes- sobre nuevas formas de hacer las cosas o nuevas cosas que hacer. Se trataba, por un lado, de promover la creatividad en la cultura de la empresa y, de paso, descubrir alguna idea innovadora que fuera aplicable en la práctica a los procesos o productos de la compañía.
La razón para permitir a los empleados esta “excentricidad” -como pensarían algunos por entonces-, residía en la creencia de que la innovación surge de la colaboración. El psicólogo estadounidense experto en creatividad, innovación y aprendizaje, profesor de la Universidad de Carolina del Norte, Keith Sawyer desmonta el mito tradicional que adjudica las grandes invenciones a individuos concretos que las han generado en soledad. En su obra “Group Genius”, actualizada en 2017, exalta el poder creativo de la colaboración. Se basa en multitud de ejemplos de grandes invenciones que fueron fruto de la interacción, pues vinieron inspiradas por conversaciones con terceros, alumbradas o perfeccionadas tras haber sido compartidas. También alude a la enorme motivación que supone para las personas enfrentarse a retos difíciles, aunque conseguibles, que han de afrontar en grupo, de forma colaborativa -todo un generador de oxitocina para nuestro cerebro-.
La interacción con los demás nos ayuda a contrastar ideas, a completarlas y mejorarlas. Escuchar opiniones desde diferentes perspectivas siempre resulta enriquecedor, complementario a nuestras propias reflexiones. Incluso muchas de las ideas ingeniosas que se nos ocurren están a menudo originadas en conversaciones o colaboraciones previas con otros. El contacto social es fuente de creatividad y ésta, a su vez, es la principal generadora de innovación, ese maná que persiguen las mejores compañías como fuente de diferenciación, de éxito y de permanencia a largo plazo en el mercado.
También en esto, la pandemia ha venido a abrir un nuevo escenario que puede impactar en la capacidad innovadora de las organizaciones: el trabajo remoto, en soledad, parece que ha llegado para quedarse en buena medida. Por suerte la tecnología, que ya ofrecía multitud de herramientas colaborativas, ha ampliado aún más la gama de posibilidades que facilitan el contacto eficaz y la interacción productiva a distancia entre los trabajadores.
Pero ¿cuánto se resentirá la innovación si se reduce de forma importante la colaboración presencial? ¿Cuál es el límite en la utilización de las herramientas tecnológicas colaborativas a la hora de sustituir la interacción física entre seres humanos? Todos hemos experimentado intensamente esta virtualización casi completa de nuestros contactos con los demás durante estos meses. Como todo lo que se lleva al exceso, termina siendo contraproducente y, si me lo permiten, un tostón. En unas declaraciones a Bloomberg, el presidente de uno de los mayores bancos americanos tildaba hace unos días al trabajo remoto de “aberración”.
Una encuesta global encargada por Microsoft a 31.000 empleados de más de 30 países acaba de publicar sus resultados. El 66% de los líderes de empresas encuestadas están considerando rediseñar el espacio de oficinas para un modelo híbrido de trabajo, mientras que el 67% de los empleados quieren más trabajo colaborativo presencial, en persona, después de la pandemia.
Está claro que se impone lo híbrido, pero ¿cuál debería ser la proporción adecuada? Es una pregunta que aún no tiene una respuesta más o menos consensuada, pero, a la hora de contestarla vendría bien tener en cuenta los postulados de Sawyer. Las genialidades surgen más del trabajo compartido y en grupo que de los lobos solitarios. A veces, esto ocurre incluso sin que exista un objetivo común en concreto, más que la propia improvisación que produce resultados sorprendentes, como es el caso de los músicos de Jazz, uno de los ejemplos que cita el libro -asistir a un concierto de esta música ilustra perfectamente lo que significa crear en grupo-.
En la Universidad donde mi hija estudia Diseño consideran el proceso creativo como una actividad de naturaleza grupal. Veían el caso del colectivo londinense “Assemble”, dedicado al arte, el diseño y la arquitectura, que ganó el premio Turner en 2015 por proyectos como la rehabilitación de viviendas y creación de nuevos espacios en un barrio de Liverpool, algo que hicieron con la colaboración directa de los propios vecinos.
Además de lo anterior, la interacción física permite una conexión emocional imposible de sustituir completamente mediante hologramas y realidad virtual. Por suerte, la tecnología va a seguir facilitando nuestro trabajo -y nuestra vida- con ventajas impensables. Pero llevarla al límite podría suponer que la gran sacrificada sea la creatividad, esa especie de magia que surge de la combinación colaborativa de mentes afanadas en un empeño común, mientras comparten un café o, en algunos casos, una buena cerveza.
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