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La frase puede sonarles fuerte, pero está basada en datos tan reales como preocupantes. “No deberíamos seguir tolerando que las empresas puedan dañar la salud física y mental de las personas sin ningún tipo de reparo ni responsabilidad, con total impunidad”. Lo dice el Profesor de la Universidad de Stanford Jeffrey Pfeffer, uno de los más influyentes pensadores actuales sobre management, al que he tomado prestado para mi artículo el contundente título de su último libro publicado en España.
El libro es parte de la Biblioteca FUNDIPE -Fundación para el Desarrollo de la Función de Recursos Humanos- a cuyo Patronato, presidido por mi buen amigo Jorge Cagigas, me honro en pertenecer. El prólogo es de Nuria Chinchilla, profesora del IESE que acuñó la expresión “contaminación social” para referirse a las funestas consecuencias de las decisiones empresariales que consideran a los empleados como “piezas mecánicas de un engranaje, sin tener en cuenta cómo son devueltos a sus familias tras jornadas interminables”. Se trata de una verdad tan incómoda de abordar como visible en una sociedad escasa de valores humanos que, de seguir así, será insostenible a largo plazo, como Nuria afirma en su prólogo.
El trabajo es la principal fuente generadora del estrés, dice el profesor Pfeffer, patología responsable de 850.000 muertes en el mundo cada año. La OMS cifra en más de 600 millones las personas que sufren estrés y ansiedad en el planeta, con una pérdida asociada de productividad de 1 trillón de dólares, nada menos. En nuestro país, un estudio de Cinfa Salud sobre esta materia evidenció en 2017 que cuatro de cada diez españoles afirmaban padecer de forma habitual o frecuente estrés asociado, mayormente, al trabajo. Parece que aquel viejo dicho “el trabajo es salud”, no tiene precisamente una aplicación universal. En estas sociedades desarrolladas de la opulencia en que vivimos pareciera que, a mayor bienestar material, mayor malestar emocional, como recuerda el epílogo del libro, que cita aquella vieja frase de la revista Newsweek “¿si todo nos va tan bien, por qué nos sentimos tan mal?”
Conviene apuntar que existe un estrés positivo e incluso necesario para que rindamos adecuadamente. Es el caso del estrés adaptativo, que nos permite concentrar nuestra energía en situaciones puntuales y activar nuestras alertas para responder a un determinado estímulo. En el entorno laboral, pensemos en los nervios del momento previo a una intervención en público, a una reunión clave o la llegada a un nuevo trabajo. Una cierta tensión en esos casos nos ayuda a aumentar la concentración y afrontar el reto, nos facilita aflorar nuestras capacidades. Nuestro sistema endocrino nos echa una mano al aumentar en esos casos la segregación de cortisol, la hormona del estrés que activa nuestros recursos y nos estimula a la acción.
El problema viene cuando el nivel de cortisol se eleva demasiado -noche y día- y el estrés se convierte en crónico, en un elemento recurrente de nuestro estado anímico al que hay que dar respuesta continuamente, con el consiguiente desequilibrio bioquímico que debilita nuestro sistema inmunológico y puede producir enfermedades psicosomáticas.
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