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Algunas valiosas virtudes de quienes dirigen a los demás son, entre otras, el equilibrio y el sentido común. Admiro a quienes son ejemplo de ponderación y mesura, quienes evitan sobrerreaccionar a las primeras de cambio y son capaces de mantener el temperamento bajo control, sin excesivos altibajos. Suelen ser personas con las que apetece estar, pues además de transmitir una cierta paz, generan afinidad y empatía. Como jefes, al someter un asunto a su consideración sabes de antemano que será la lógica de los argumentos la que prevalezca en su discurrir. Si existe un trato continuado con ellos durante años, se va creando un progresivo alineamiento que te permite anticipar su opinión, sin grandes variaciones, respecto al tema en cuestión. Esta beneficiosa situación se produce sobre todo en personas maduras, equilibradas, con la dosis adecuada de seguridad y autoestima, que no necesitan imperiosamente demostrar casi nada a casi nadie.
En el extremo contrario encontramos ejemplos nada edificantes. Como en columnas anteriores, regreso a la galería de estereotipos organizacionales para dedicar la crítica de hoy a uno de esos perfiles con los que seguro ustedes, como yo, se habrán topado. Me refiero a quienes exhiben habitualmente reacciones desconcertantes, los imprevisibles, aquellos que pueden salir por la vía de Tarifa a las primeras de cambio, sin la menor sospecha. Hace poco me contaban algún caso que no es el primero, ni será el último. Para el sujeto en cuestión, sus colaboradores pasaban de héroes a villanos en 24 horas, las mismas que necesitaba Lope para ir de las musas al teatro, según el genial Quevedo. Todo dependía del estado anímico del día en cuestión. Cuando la gente iba a reportarle nunca sabía si llevar la ropa de invierno o de verano. Lo mismo podía preguntarles el Teorema de Pitágoras que la Tabla Periódica. E igual les caía un chaparrón de aúpa que salían del despacho con la Cruz Laureada de San Fernando brillando en la solapa.
Tener un jefe imprevisible es una de las mayores faenas que a uno pueden tocarle en suerte. Y es que tomarle el aire al jefe es algo que cualquier colaborador se afana en aprender con celeridad. Es un signo de pragmatismo e inteligencia. Se puede ser un jefe más o menos exigente o tolerante, con tendencia a la supervisión o a la delegación, capacitador o despreocupado, racional o emocional, pero al menos consistente en la conducta a lo largo del tiempo. Es conveniente adaptar los estilos de gestionar personas a las diferentes situaciones que se produzcan. Como los palos de golf, el buen líder sabe manejar cada uno de ellos dependiendo de las circunstancias. El problema viene cuando esos estilos y sus comportamientos asociados viajan en una especie de montaña rusa, cuyo caprichoso itinerario es tan incierto como la lotería. La consecuencia es el desconcierto generalizado en quienes son guiados.
El imprevisible es una de las especies de jefe más peligrosas, pues sus reacciones dependen de una suerte de bipolaridad sorprendente, según la cual puede esperarse de él cualquier cosa, más allá de lo que dicta el sentido común. Si quiere generar confianza a su alrededor intente evitar ganarse el apelativo de líder imprevisible. La consistencia es una cualidad más adecuada para merecer los honores de la cúspide que el desvarío arbitrario de quienes quedan situados a la altura del desdén.
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