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La organización Slowfood utiliza un caracol como símbolo. Surgió en la localidad italiana de Bra en 1986, y fue fundada por Carlo Petrini con el fin de hacer un guiño a quienes no compartían los principios de la comida rápida. Hoy Slowfood tiene más de 80.000 asociados en todo el mundo y es una referencia para quienes quieren vivir una vida sin prisas comenzando por la mesa. Asocian el placer de la comida, el gusto por los sabores tradicionales y los alimentos orgánicos saludables a una vida en calma, en la que el disfrute gastronómico sosegado y natural sea compatible con la sostenibilidad biológica. Me llamaron la atención los postulados de este movimiento, cuyo creador afirma que "no tiene sentido forzar los ritmos de la vida, pues el arte de vivir consiste en aprender a invertir el tiempo en todas y cada una de las cosas".
La educación del gusto y los placeres de la buena mesa requieren tranquilidad para que realmente supongan un gozo para los sentidos.
Por desgracia no abunda lo anterior en nuestros días, sino todo lo contrario. Me vienen a la cabeza un par de ejemplos. Hace poco recibí a una persona que quería cambiar de trabajo. Venía acelerado. Me explicó su evolución profesional y me pareció exitosa.
Teóricamente debería sentirse satisfecho. Pero la manera en que se expresaba y sus gestos demostraban lo contrario. Hablaba atropelladamente, con la boca seca. Le costaba mantener quieta su mirada. Con expresión tensa me contaba su actividad frenética, las cosas que le crispaban y consideraba inaceptables, aunque yo las veía bastante normales, típicas de esos niveles de responsabilidad. No entendí sus motivos objetivos para querer cambiar de empresa, más allá de buscar una huida liberadora. Parecía un caso de sobrecarga de estrés, bien por inadaptación o por afrontar retos superiores a sus capacidades actuales. Le escuché atentamente, le orienté lo mejor que pude con algunas recomendaciones y traté de ponerle un espejo sincero frente a sí mismo, lo que me agradeció con alivio.
Me contaba otro caso alguien con quien trabajé estrechamente.
Se refería a un directivo de nuestra empresa: "Lo que no me gusta de él es que siempre parece nervioso. Suele llegar tarde a las citas, habla continuamente por el móvil, e incluso cuando viajamos se aísla trabajando en las esperas, sin un minuto para charlar con el resto. No sé si es incapaz de administrar su tiempo, o simplemente quiere que pensemos que está ocupadísimo". Quien así hablaba era jefe del jefe de este directivo, con responsabilidades muy superiores, y muchas más razones para mantenerse permanentemente ocupado. Pero era todo un modelo de gestión del tiempo y de autocontrol emocional. Tenía esa rara habilidad para dedicar a cada momento la atención adecuada que requería la situación. Aunque exigente, perdía raramente la calma y transmitía tranquilidad a la organización.
La manera en que las personas soportan la tensión es muy significativa de sus capacidades. Trabajar eficazmente bajo presión es una de las habilidades más valoradas en un buen directivo. La adversidad y las dificultades vienen solas y hay que lidiarlas sin mucho tiempo para contemplaciones. Pero quienes saben mantener la calma cuando los demás la pierden cuentan con una ventaja valiosísima.
Y ello no depende de que tengan mucho o poco trabajo, sino de que su actitud refleje la inteligencia propia de quienes realmente controlan su vida.
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