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Pocas actitudes generan tanto rechazo en las relaciones interpersonales como la arrogancia y pocas están tan arraigadas como ésta en quienes la exhiben. Lo que resulta más molesto del comportamiento habitual del arrogante o soberbio es su pretensión de demostrar su superioridad y, con ello, hacer sentirse inferiores a sus semejantes. A veces la arrogancia surge de la necesidad de autoafirmación de una personalidad insegura o acomplejada, como un mecanismo de defensa inconsciente. Pero sin llegar a estos extremos, encontramos personas inteligentes cuya altivez parece ser fruto de una opción libremente elegida. A éstos sobre todo me refiero, con la esperanza de estimular su reflexión.
La primera consecuencia negativa de la actitud o el comportamiento arrogante es su incompatibilidad con el liderazgo, tal y como debemos entenderlo. Es decir, el que está basado en la ética y los valores. Con arrogancia se puede dirigir, pero no se puede liderar. El liderazgo requiere ejemplaridad y nadie quiere imitar a quien hace ostentación de su superioridad. El liderazgo auténtico genera adhesiones, seguidores, representa un modelo a seguir, incita a secundar a alguien a quien se admira. Y esto no ocurre, desde luego, con quien tiende a autoencumbrarse y a quedar como estirado ante los demás e incluso ante su propio equipo.
Pero hay una consecuencia más nefasta aún que la anterior, y que a veces pasamos de largo: la manifiesta incapacidad para el aprendizaje. Lo primero que necesita quien está abierto a aprender algo es reconocer su ignorancia, su desconocimiento sobre aquello a lo que se enfrenta, con toda la humildad posible.
Y eso es de lo que carecen quienes se creen en posesión de la verdad absoluta, aderezada habitualmente con una escasa predisposición para escuchar a los demás. Mi amigo Pepe Medina me dijo una frase magnífica, que viene muy al caso: "Cuando te hablen, escucha, y cuando hables, no te escuches". Tener inhibida o seriamente limitada la capacidad de aprendizaje es un seguro pasaporte hacia el fracaso, tanto en el trabajo como en la vida.
Además, la arrogancia dificulta notablemente el trabajo en equipo y las relaciones interpersonales, pues es evidente el rechazo emocional que genera quien intenta quedar por encima en la mayor parte de las situaciones. La valiosísima empatía está reñida radicalmente con cualquier manifestación de la soberbia. Y sin empatía (o incluso con antipatía) las personas del equipo rendirán por debajo de sus posibilidades.
En el fondo todos hemos caído en brazos de la soberbia en alguna ocasión, al fin y al cabo es uno de los pecados capitales. Pues bien, a poco desarrollada que se tenga la capacidad de observación, habremos podido comprobar la reacción que produce en los demás: desprecio, enfado, sorna o simplemente ridículo. Y si eso es lo que presenciamos delante de nuestras narices, podemos imaginar lo que se comenta al respecto con sólo darnos la vuelta.
Quiero terminar en positivo, animando sinceramente a luchar contra los tics de soberbia o los ramalazos de arrogancia que pueden apoderarse de nosotros. Las actitudes y los comportamientos inadecuados pueden cambiarse, si se tiene constancia de la necesidad de hacerlo y la voluntad real para ello. Y, por terminar con un toque de humor, no quiero pensar que sea cierta esa frase de mi suegro, según la cual: "El que nace barrigón, tontería es que lo fajen". ¿Conocen a alguno?
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