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Hay un buen número de líderes que, al hablar de su propia sucesión, sienten lo mismo que un pavo al hablar de la Navidad. Digamos que no son partidarios. La cosa es humanamente comprensible. Con lo difícil que resulta alcanzar la cúspide, a ver quién es el valiente que decide voluntariamente dejarla. Incluso aunque se haya llegado a la cima por la gracia del azar, aferrarse a ella es la reacción más habitual tanto en el mundo de la política como en el de la empresa.
En la política existe alguna honrosa excepción. El anterior presidente del Gobierno de España anunció su libre voluntad de dejar el poder tras su segundo mandato. Su insólita decisión inspiró un libro escrito por mi amigo Carlos Herreros de las Cuevas, maestro del pensamiento sistémico y excelente coach, cuyo título tomo prestado para esta columna. La sucesión del líder plantea la ficción novelada del presidente solicitando ayuda de un coach ejecutivo para abordar el proceso sucesorio.
Cita a Manfred Kets de Vries cuando señala las tres etapas que atraviesa el líder: entrada, consolidación y declive. Es importante reconocer cuándo comienza la tercera, para lo que De Vries proporciona dos pistas: la miopía y la arrogancia. El peligroso aislamiento en la burbuja del poder, rodeado de cohortes de entusiastas palmeros que ven a través de tus ojos y hasta llegan a atribuirte virtudes planetarias, hace que uno se sienta el rey del mambo para gozo eterno de sus liderados. Semejante chute de adrenalina es como para pensar en el relevo.
En las empresas, elaborar planes de sucesión es aconsejable por dos razones: Primero, como vehículo para identificar y canalizar el desarrollo y la proyección de los directivos de mayor potencial. Segundo, como instrumento organizativo para prever y planificar la cobertura de eventuales vacantes ejecutivas, especialmente en las posiciones más críticas. Las organizaciones excelentes destacan en la manera en que planifican sus procesos sucesorios. Pero en muchísimas compañías esto no es lo habitual, o bien lo es pero ha degenerado en un trámite burocrático. Se cumplimenta con desgana y escasa convicción la casilla correspondiente al nombre del posible sucesor, para salir del paso. Y es que hay directivos que, en lo más profundo, piensan que no hay nadie, o casi nadie, capaz de sustituirle con garantía. No lo dicen abiertamente, pero si les preguntas los requisitos del perfil de quien sería su sucesor, la lista es tan larga como la de los Reyes Godos. Incluso hay quien piensa que, para reemplazarle, no bastaría con una persona, sino que habría que trocear y distribuir su puesto entre varias.
No nos engañemos. Las excesivas exigencias y las frecuentes dificultades para encontrar y preparar un sucesor esconden dos razones. La primera es una altísima y desmedida autovaloración del líder, -reforzada por estímulos positivos obsequiados por aduladores-, que sitúa adrede el listón de requerimientos a una altura infranqueable. La segunda es un sentimiento de querer mantenerse a toda costa. Preparar la sucesión, que debería ser una responsabilidad más del directivo o empresario, implica una gran generosidad. Pero, además, supone estar dispuesto a irse o a aceptar que puedan invitarte a hacerlo en algún momento. Y eso ya es otro cantar.
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