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La mayoría de las personas nos hemos sentido atraídas en algún momento de nuestras vidas, aunque sea de forma pasajera, por algo o por alguien que no nos conviene. Sin llegar al extremo de la famosa película de Adrian Lyne —aquel 'affaire' con Glenn Glose que casi le cuesta literalmente la vida a Michael Douglas, tras la inolvidable pelea final que figura en los anales del cine—, sentirnos atraídos por aquello que no nos beneficia es consustancial a la débil condición humana. Puede ser perjudicial para nuestra salud, para nuestro patrimonio, reputación, familia o relaciones de pareja, pero, aun así, a veces sucumbimos.
Me venía a la cabeza este símil cinematográfico cuando trataba de entender algunos de los motivos por los cuales determinados líderes cuentan con el favor de sus seguidores. A pesar de su visible falta de escrúpulos y de valores, ganan apoyos masivos. ¿Qué factores se tienen en cuenta a la hora de seguir o apoyar a quien ejerce de líder en cualquier orden de la vida? ¿Triunfa más en nuestras sociedades actuales el líder que busca ser amado a toda costa, o más bien el que desea ser temido, como decía Maquiavelo?
El dilema estaba claro para el tan controvertido secretario florentino. Como es difícil conseguir ambas cosas a la vez, o sea, ser temido y amado al mismo tiempo, es mucho más seguro ser temido antes que amado. Los hombres, decía, tienen menos consideración en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer, pues, “el amor se retiene por el vínculo de la gratitud, el cual, debido a la perversidad de los hombres, es roto en toda ocasión de propia utilidad; pero el temor se mantiene con un miedo al castigo que no abandona a los hombres nunca”.
Adoctrinado en el renacimiento pagano italiano, defensor de un Estado fuerte y poderoso, la figura de Maquiavelo alcanzó fama universal. Junto con la astucia, una de sus capacidades más valoradas era la fortaleza. Sin embargo, otras virtudes como la justicia, la prudencia o la templanza eran para él incapaces de asegurar el bienestar de la sociedad, ese “interés general” del que hablaba Aristóteles. El príncipe tiene que ser, sobre todo, una persona de acción que ha de actuar decididamente para conseguir lo que se propone, que en tiempos de Maquiavelo, al igual que hoy, no era otra cosa que mantener su poder.
Efectivamente, hoy nos atrae la fortaleza por encima de otras cualidades; la osadía y el valor ejercen una especie de hechizo en nuestras pusilánimes y un poco aborregadas sociedades, que convierten rápidamente los comportamientos extremos en virales, de forma instantánea y global. Los discursos moralizantes quedan en palabras huecas, timoratas, pasadas de moda, frente a las demostraciones de poder, que cotizan mucho más al alza.
Los líderes fuertes nos parecen más atractivos, quizá porque vemos en ellos algunos atributos de los que carecemos la mayoría de las personas. Más aún cuando triunfan y acudimos en su 'auxilio', en loor de multitud. Si ganar es lo importante, acercarnos al ganador podría contagiarnos de sus victorias, identificarnos con él beneficiará nuestra imagen y, al ungirle, nos premiará con sus favores.
Y no solo me refiero a la política. En el seno de otro tipo de organizaciones, como las empresariales, esto está a la orden del día. Lo que priman son, sobre todo, los resultados y quienes los consiguen, cuya importancia es crítica e indiscutible. Ser capaz de vencer voluntades, pasar por encima de tirios y troyanos para lograr el fin propuesto, termina siendo mucho más valioso que los medios utilizados. Pero no todo debería valer. Nuestra moral es demasiado laxa, permisiva, a la hora de aclamar a líderes triunfadores para quienes “la honestidad y ausencia de dobleces son perfectamente indeseables en un príncipe que tenga unas mínimas aspiraciones de seguir siéndolo”, como decía el florentino.
Tildamos de maquiavélico a quien es capaz de manejar las artes de la influencia en los demás con toda la astucia posible, en pos de un resultado que termine beneficiándole. Asociamos coloquialmente maquiavelismo a una cierta habilidad, sin demasiadas connotaciones peyorativas. Incluso admiramos a quien es capaz de conseguir algo verdaderamente difícil habiéndose servido de sus artes maquiavélicas. Sin duda, la astucia política es una capacidad enormemente necesaria y valiosa en quienes han de liderar y dirigir cualquier tipo de organización humana, pero nunca puede pasar por encima de la conducta ética, de la integridad.
A la hora de sentirme atraído por un líder, prefiero los postulados de Erasmo de Rotterdam, precursor y padre del europeísmo. En aquella misma época de la Historia, los albores del glorioso siglo XVI para nuestro Imperio, escribió, como contrapunto al maquiavelismo, su tratado 'La educación del príncipe cristiano', dirigida a quien luego sería nada menos que el emperador Carlos V, del que era consejero.
Le recomendaba Erasmo al entonces aún príncipe Carlos, de tan solo 16 años, cosas como esta: “Si quieres mostrarte como un príncipe distinguido, intenta que nadie te supere en tus propias cualidades, en sabiduría, en grandeza de ánimo, en moderación, en integridad. Si te pareciera bien luchar contra otros príncipes, no te consideres superior si lograras arrebatarles una parte de su dominio (…) sino considératelo si fueras más íntegro, menos avaro, menos arrogante, menos iracundo, menos precipitado de lo que lo son ellos”.
Qué quieren que les diga, me sigo quedando con Erasmo y sus valores propios del humanismo cristiano, esencia identitaria de nuestra vieja cultura europea, hoy tan en crisis, por desgracia.
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