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Dos farsantes artesanos prometieron tejer un traje extraordinario a un vanidoso Emperador. El traje, de propiedades mágicas, sería invisible a los ojos de los estúpidos y de quienes no estuvieran a la altura del cargo que ocupaban. La propuesta fue aceptada y el supuesto traje estuvo listo para ser admirado por todos.
Nadie lo veía pero nadie reconocía no verlo, ni siquiera el Emperador, que desfiló desnudo ante su pueblo mostrando orgulloso el invisible vestido, sin que sus sorprendidos súbditos se atrevieran a sacarle del engaño. Sólo un niño tuvo la osadía de gritar que el Emperador iba desnudo, lo que animó a los conciudadanos a desvelar a coro lo que todos veían. El protagonista comprendió que el pueblo tenía razón, aunque se negó a reconocerlo públicamente y prefirió continuar su desfile con la ilusión de pensar que estaba rodeado de estúpidos. Es uno de los cuentos favoritos de mi hija Carola.
Lo escribió Hans Christian Andersen a mediados del siglo XIX.
La visión que tenemos de la realidad está mediatizada por un filtro que la atraviesa y la modela. Como en el platónico Mito de la caverna, sólo percibimos las sombras de lo que ocurre, tamizadas por la propia subjetividad, y condicionadas por nuestras vivencias, costumbres, educación o prejuicios. Parte de esa realidad la constituyen las impresiones que generamos en los demás con nuestra forma de ser y de comportarnos. Es importante ser muy consciente de ellas. Al final, la suma de opiniones va configurando una idea, más o menos generalizada, sobre cada uno de nosotros.
Y para cambiar la realidad, es fundamental poseer un buen diagnóstico de ella, que sea fidedigno y nos permita partir de donde realmente estamos, para aspirar a donde queremos llegar.
Pocas cosas ayudan tanto a ese propósito como el feedback, ese anglicismo que ha triunfado en nuestro vocabulario, sin que los tímidos intentos de la traducción española "retroalimentación" (vaya palabreja) hayan conseguido desbancarle. Podríamos decir que consiste en proporcionar información a alguien sobre lo que opinamos, pensamos o sentimos acerca de su persona, sus actitudes, comportamientos o acciones concretas. Se trata de devolver a alguien la impresión que nos produce, por lo que su principal valor reside en que orienta y ayuda a conocer mejor el impacto que causamos en los demás. Requiere sinceridad y generosidad en quien lo da, y también un espíritu abierto y deportivo en quien lo recibe. Tanto si es positivo como si es negativo, en nuestra cultura el feedback es una rara especie, ya sea por pudor, porque supone esfuerzo, consume tiempo, o incluso porque pensamos que no es necesario -craso error-. Si se trata de corregir algo, dejamos a menudo que las cosas mejoren solas, "ya se dará cuenta por sí mismo", o nos escabullimos y pensamos: "Seguro que alguien terminará diciéndoselo". Del otro lado, cuando somos los destinatarios, la postura defensiva o sarcástica es la primera que nos surge.
Como consecuencia, lo que se recibe mal, termina por no darse, y así cada cual se las arregla como puede.
Si la primera fuente de aprendizaje es la observación, hay que abrir los sentidos de par en par. Si demostramos actitud receptiva seguro que el feedback irá llegando. Y si no llegara tiene fácil arreglo, simplemente ¡pidámoslo! Cualquier cosa antes que pasearnos desnudos mientras creemos ir adornados con deslumbrantes ropajes (o cualidades) que no son más que ilusiones de vanidad ante los ojos ajenos.
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