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Recuerdo una fría mañana del invierno granadino. Algo más de cincuenta somnolientos alumnos de quinto curso, a las puertas de finalizar nuestra licenciatura, debatíamos en clase con nuestro catedrático de Filosofía del Derecho el concepto de la justicia distributiva en Aristóteles. Andrés Ollero trataba de explicarnos que ésta consistía en "dar a cada uno lo suyo". Nos mirábamos pensativos y la siguiente pregunta caía por su peso: "¿Y qué es lo suyo de cada uno?". Pues sencillamente, respondía él con una lógica aplastante: "Es el resultado de tratar igualmente a los iguales y desigualmente a los desiguales". Casi nada. Han pasado veinte años desde esta conversación y la recuerdo como si hubiera ocurrido ayer, quizás por la cantidad de veces que me ha venido a la memoria desde entonces frente a situaciones cotidianas.
El tratamiento diferenciado de las personas en función de lo que cada uno merece es una aspiración tan deseable como difícil de conseguir. En torno a ella han surgido a través de la Historia movimientos políticos y sociales, ideologías o corrientes filosóficas de pensamiento que han influido en la elaboración de los sistemas jurídicos, especialmente desde el Derecho Romano, tratando de buscar el ideal de justicia como desideratum último, o "virtud moral más importante", como el propio Aristóteles la consideraba hace 2.300 años.
Pues bien, cuando nos centramos en las empresas y observamos las prácticas habituales de discriminación en la gestión de las personas, en la valoración de su contribución -qué aportan-, y en la evaluación de su desempeño -cómo lo hacen-, nos encontramos con una situación en la que prevalece de manera generalizada el "café para todos". Y es que nos cuesta mucho discriminar. Como todo acto humano, la decisión de diferenciar unas situaciones de otras en función del mérito contraído está sujeta a una fuerte carga de subjetividad opinable y comprometedora. Ortega lo decía con elocuencia en una conocida frase que me encanta citar: "Soy subjetivo porque soy sujeto, si fuera objetivo sería objeto". Normalmente, tenemos en nuestra cabeza claramente establecidas las diferencias entre nuestros colaboradores, por ejemplo, entre sus contribuciones, la importancia de su papel, la distinta manera en que actúan y se comportan, en definitiva, el valor que añade cada uno a la obra conjunta final. Pero cuando hay que pasar a explicarlo, sobre todo a ellos, nos cuesta muchísimo hacerlo y además tememos que no se entienda como algo justo. Por ello, a menudo preferimos evitar "el mal trago" y sucumbir a la tentación de dejarnos caer en brazos de un igualitarismo mucho menos comprometedor.
Este comportamiento, tan habitual como desaconsejable, puede estar ocasionado por una presunción incorrecta acerca de las expectativas de vuestro interlocutor. Cuántas veces dejamos de tener conversaciones por miedo a reacciones negativas, Y, sin embargo, cuando decidimos afrontarlas de manera razonada, sincera y abierta, con ánimo constructivo, comprobamos cómo los miedos iniciales eran más infundados de lo que nos parecía.
Si aspiramos a la meritocracia en nuestras empresas tenemos que empezar por "dar a cada uno lo suyo". Nada más desmotivador para quienes realmente son merecedores de ser destacados por su mérito que constatar con desilusión que al final se termina imponiendo el "café para todos". El mejor directivo es el que más y mejor discrimina. Lo contrario es un flaco favor a la organización a la que sirve. Además, mina su crédito y cuestiona su capacidad de liderazgo.
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