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Apuramos las últimas semanas de nuestro primer verano desde que la Covid-19 entró en nuestras vidas. Si ya nos habían robado la primavera, como el mes de abril de la canción de Sabina, la estación más apetecible del año se nos marcha con más pena que gloria. No será el verano que recordaremos por aquel viaje inolvidable o aquel concierto multitudinario bajo las estrellas. Nada de celebraciones, ni eventos ni congresos, ni bodas ni bautizos. Ninguna de esas cosas que merecen la pena, las que se viven en compañía de muchos. Vacaciones distintas, raras, austeras, para muchos en casa, aún con el miedo en el cuerpo. España y sus pueblos como destino, lejos del bullicio. Apenas un puñado de extranjeros por las calles de uno de los tres países más visitados del mundo. Mascarillas de sudor para pasear por la playa. Vamos, una castaña de verano, por no decir otra cosa.
Ya hemos pasado dos estaciones con el virus agarrándonos por la garganta. La anestesia del paréntesis veraniego se esfuma y nos despertamos mirando de reojo al otoño con el ceño fruncido. El curso escolar comienza en una pura incógnita. Lo único cierto es que vienen curvas cerradas en lo económico. Los empleados que no están en ERTE preparan de nuevo sus puestos de teletrabajo en casa, con la misma rutina de quien llena el frigorífico tras las vacaciones. El milagro se espera en forma de vacuna, ojalá que sea eficaz y ojalá que sea pronto. Cualquier cosa nos parece llevadera -por grave que sea-, comparada con la pesadilla de los 900 muertos diarios de marzo y abril.
Si el verano es época propicia para girar el timón y cambiar el rumbo, este año se lleva la palma. Escuchamos que esta pandemia es una oportunidad de oro para replantear tantas cosas, a tantos niveles. Gobiernos, empresas, sociedad, no hay ámbito que no se vea afectado con decisiones extraordinarias. A las personas, el asueto veraniego nos ha ayudado a activar el “modo cambio” en nuestro cerebro y acelerar propósitos de pequeñas o grandes transformaciones, siempre bajo la extraña cotidianidad del virus.
Tratando de encontrar inspiración y algunas pistas estoy leyendo a Rebecca Solnit. “Una guía sobre el arte de perderse” es un libro peculiar y profundo, nada convencional, que combina vivencias propias y ajenas con el rasgo común de la vocación exploratoria. Solnit, editora y colaboradora de la revista Harper nombrada en 2010 como “una de las 25 visionarias que están cambiando el mundo”, muestra su pasión por lo desconocido, su actitud curiosa y estimulante para descubrir lo que hay “al otro lado de la familiaridad”, como decía The Dallas Morning News en la crítica de su libro.
El libro me ha interesado porque todo cambio lleva asociado una exploración previa, guiada por la motivación más o menos expansiva de cada uno. Me quedo con una de las perlas de su texto, que retrata la personalidad de la autora. “Hay personas que viajan mucho más que otras. Hay quienes reciben de nacimiento una identidad que les resulta suficiente, o que al menos no cuestionan, y hay quienes emprenden el camino de la reinvención, por supervivencia o por placer, y viajan muy lejos. Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en la que habitan; algunos tenemos que prender fuego a esa casa, encontrar nuestro terreno, empezar a construir desde cero, pasar por una especie de transformación psicológica”.
Cuántos de nosotros hemos querido prender fuego imaginario a nuestra realidad en algún momento de nuestras vidas. Cuántas veces hemos sido capaces de encontrar realmente ese terreno sobre el que construir, o al menos de intentar buscarlo con tesón. Cuántas cosas nos hemos perdido por no correr riesgos, por evitar explorar y abrazar lo desconocido, como dice Solnit. No me digan que no han fantaseado alguna vez con la idea de perderse, al menos por un tiempo. Es curioso, pero puede ser una forma paradójica de encontrarse.
El cambio de paradigma que trae consigo esta pandemia y sus devastadores efectos va a crear un antes y un después. La inusitada reacción de los gobiernos tratando de paliar la sangría económica y social -la prórroga de los ERTEs en Alemania hasta finales del año próximo, o los 400.000 millones de euros liberados por la UE son buenos ejemplos-. Las empresas aceleran la transformación digital, la de sus procesos y modelos de negocio. ¿Y nosotros, los ciudadanos, qué cambios deberíamos impulsar en nuestras vidas al socaire de este tsunami?
Reinventarse de alguna manera nunca fue tan oportuno. Ya sea en el terreno personal o en el profesional, éste puede ser el empujón que necesitamos para tomar esa decisión que siempre aplazamos. Para correr ese riesgo que un día lamentaremos haber dejado escapar. No es necesario irse de ermitaño al Tibet o dar la vuelta al mundo en bicicleta. Basta con cambiar nuestra visión de lo que somos y hacemos, que es el primer paso para cambiar nuestros comportamientos.
Trabajar de otra manera y desde otro lugar es algo que estamos descubriendo masivamente. Por qué no, además, hacerlo en otra cosa. Pasar más tiempo con seres queridos y entenderlos de otra forma. Conseguir mayor equilibrio en nuestra rueda de la vida -trabajo, salud, familia, amigos, ocio, vida interior, cultura…- Analizar a qué estamos dedicando realmente nuestro valiosísimo tiempo. ¿Qué puntuación nos damos sobre lo que somos, respecto a lo que querríamos ser? ¿Qué tendríamos que cambiar para cubrir esa brecha? ¿Qué nos falta?
El nuevo curso regresa cargado de amenazas, retos e incertidumbres. Tratar de anticiparse a los acontecimientos, tomar decisiones de cambio y revisar el sentido de lo que hacemos es más recomendable que nunca. ¡Buena suerte!
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