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El ser humano es social por antonomasia. Necesita el contacto con sus congéneres, tanto físico como afectivo, como agua de mayo. Casi todos hemos comprobado en carne propia los efectos de la soledad cuando es recurrente y no deseada. El sentimiento continuado de carecer de las conexiones sociales adecuadas es negativo y puede acarrear graves consecuencias, incluso para la salud.
Lo recuerda un interesante artículo de la 'Harvard Business Review', según el cual la soledad y el aislamiento de los norteamericanos —un 40% declara sufrirlo— reducen su esperanza de vida tanto como fumar 15 cigarrillos al día —una impresionante utilización comparativa de las métricas, por cierto—. Entre otras patologías, la soledad aumenta el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, demencia, ansiedad o depresión, afirma el eminente Dr. Vivek Murthy, exdirector del Commissioned Corps of the US Public Health, servicio público de prevención y asistencia médica para la población vulnerable y desfavorecida.
Pero no es solo cosa de los americanos, que viven diseminados entre grandes distancias. En nuestro país, de cultura mediterránea, sociable y relacional como pocas, tenemos más de cuatro millones y medio de hogares unipersonales —casi uno de cada cuatro—. Y las nuevas formas de relación y comunicación virtual mediante redes sociales tampoco es que fomenten la interacción y el contacto humano, precisamente.
La soledad en el trabajo también existe y es más frecuente de lo que parece. En algunos casos puede tratarse de personas poco comunicativas, que tienden a aislarse dentro del grupo, quizás con limitada capacidad para relacionarse eficazmente. Otras veces existen condicionantes creados por un entorno que no propicia la comunicación, sino que la dificulta, crea barreras y fomenta el individualismo más de la cuenta. En general, los resultados son igualmente negativos, disminución del rendimiento, limitación de la creatividad e incluso empobrecimiento de funciones ejecutivas tan importantes como el razonamiento o la toma de decisiones, como añade el propio especialista citado.
Para evitarlo, las organizaciones modernas favorecen los entornos colaborativos, propician el sentimiento de conexión social entre sus miembros y fomentan la participación e interacción. Hace tiempo que los nuevos espacios físicos laborales tienen esto en cuenta. Con ello se activan emociones positivas, aumenta la motivación y mejora la autoestima, además de reforzar el sentido de pertenencia e identidad compartida, fundamentales para el rendimiento y los resultados.
Los líderes deberían evitar situaciones en las que el individualismo exacerbado convirtiera a algunos de sus colaboradores en una especie de lobos solitarios, especialmente cuando se trata de aquellos más capacitados, a los que se les perdona casi todo con tal de que entreguen resultados sobresalientes. El coste de la insolidaridad para el grupo puede ser tan alto que no merezca la pena, sobre todo en el medio y largo plazo.
Mucho se ha hablado acerca de la soledad de los líderes, todo un mito. Parecería como si al llegar arriba uno no tuviera con quien compartir ciertas cosas, abrumado por la responsabilidad, la confidencialidad o los conflictos de intereses. Es evidente que el líder no puede trasladar todo 'aguas abajo' de forma automática, tal cual lo recibe. Tiene que elaborar con cuidado la comunicación y la asunción de compromisos —"preso de sus palabras y dueño de sus silencios"—. Tiene que aguantar la presión sobre sus espaldas, soportar el peso de la púrpura y morderse la lengua a menudo. Pero no por ello hay que cerrarse en la concha como un galápago. La discreción y la prudencia, tan necesarias en quienes dirigen, deberían ser compatibles con un estilo de liderazgo participativo, comunicativo, abierto y generador de confianza.
No siempre es fácil desahogarse o pedir opinión a las personas más adecuadas en las cuestiones más delicadas. Pero hay que conseguir hacerlo. La reacción de guardar en exclusiva esta carga para sus adentros y sobrellevarla en silencio es un error de bulto. El estrés producido por estas situaciones puede hacerse crónico y pasar factura. Los expertos alertan de que un exceso de cortisol asociado a ese estrés puede causar una degeneración neuronal en el hipocampo y la corteza prefrontal de nuestro cerebro, y alterar capacidades tan críticas como las de aprender y recordar, decidir, planificar, analizar o regular las emociones. Y lo que es peor, no ser conscientes de ello.
Es necesario verbalizar los problemas y las preocupaciones, compartir dudas, ansiedades e inquietudes, estar receptivo a ideas o sugerencias de quien nos escuche y comprenda realmente. Si en general todos necesitamos a alguien en quien confiar, mucho más en el mundo del trabajo. Es necesario tener a ese alguien bien identificado, elegirlo cuidadosamente, ya sea entre quienes están cercanos, "en la pomada", o bien entre expertos fiables que entiendan nuestro entorno y puedan ayudarnos sin que toquen de oído. Cuando se trata de generar confianza hay que recordar que la mejor manera de recibirla es comenzar por darla. La soledad del líder no es buena consejera, ni para su salud, ni para su eficacia, ni para su organización ni, por supuesto, para sus colaboradores.
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