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Poco antes de su ansiado regreso a Ítaca, Ulises hubo de vencer uno de los últimos escollos de su odisea. Tras haber sido retenido varios años por la ninfa Calipso, consigue hacerse a la mar gracias a la intercesión de su protectora Atenea ante Zeus. Pero Poseidón, que estaba en su contra, envió una colosal tormenta para hundir su balsa. Abatido por las olas se le aparece Ino, diosa de los navegantes, que le ofrece como ayuda un velo mágico protector. Ulises, el más fuerte y capaz de los hombres, protagonista de gestas y hazañas, duda al principio en ser ayudado con un simple velo, y consigue finalmente salvarse tras atarlo a su cuello y nadar dos días y dos noches hasta llegar a tierra.
Mi admirado amigo José María Ortiz, autor de Las estrategias empresariales de Ulises cuenta este episodio de la Odisea, y entiende que el velo mágico de Ino hace referencia a la prudencia y sabiduría que demuestran quienes, como Ulises, aceptan ser ayudados por muy altas que sean sus capacidades. Podríamos añadir que demuestran aún más sabiduría quienes no sólo aceptan la ayuda, sino que expresamente la piden cuando es necesario.
Hoy no se estila mucho esto de pedir ayuda. En estos tiempos que corren en nuestro mundillo profesional parece como si fuera cosa de débiles. Bastarse por sí mismo refleja el poder de la autosuficiencia, y eso puede venderse como una ventaja competitiva a la hora de dar codazos por el "quítate tú que me pongo yo". Dominar nuestro campo de actuación o de conocimientos se entiende como sinónimo de ir de sobrado por la vida. Reconocer que necesitamos ayuda supone, por el contrario, airear una debilidad que puede jugar en nuestra contra y a favor de nuestros teóricos rivales.
Si a esto le sumamos además una pizca de inseguridad, que suele residir en el fondo de quienes se creen superiores, la cosa puede llegar al extremo. Sacamos tanto pecho para ocultar la menor carencia que Superman a nuestro lado es la abuelita Paz. Cualquier cosa antes de que nadie piense que nos falta la preparación o las capacidades suficientes. Precisamente otro querido amigo y fantástico colega, Santiago Álvarez de Mon, aborda este asunto en su libro No soy Superman.
El hecho de pedir ayuda no sólo es muestra de inteligencia, sino también de humildad, una de las virtudes más escasas en el competitivo mundo profesional que nos rodea. Hay que poner empeño y tesón para hacer las cosas lo mejor posible. Pero agotar todas las posibilidades exclusivamente por uno mismo hasta la extenuación, con tal de evitar tener que pedir ayuda, es la mejor receta para que las cosas queden finalmente sin hacer, o se hagan mal. Entonces recurrimos al SOS in extremis y con el agua al cuello, ¿les suena?
Hace unos días comía con un directivo al que no conocía previamente. Me explicaba con toda naturalidad aquellas cosas en las que necesitaba que le echaran una mano. No le faltaba aplomo, ni transmitía el menor síntoma de inseguridad. Daba gusto ver a alguien con altas responsabilidades tan consciente de sus necesidades de mejora. Y sobre todo ver cómo pedía ayuda expresamente, con sinceridad, sin tapujos ni rodeos. Seguro que sus colaboradores tienen menos reparos a la hora de acudir a él, de compartir sus miedos o simplemente de contarle no sólo las cosas que van bien sino también los problemas.
Al fin y al cabo sólo somos imperfectos seres humanos, como Ulises, aunque más de uno aspire a emular a los dioses mitológicos para terminar cayendo en el más clamoroso ridículo.
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