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“Los tiempos difíciles despiertan un deseo instintivo de autenticidad”, decía una de las cien mujeres más influyentes del siglo pasado, Coco Chanel. La frase bien podría aplicarse a esta época de pandemia. Ante dificultades e incertidumbres tan gigantescas, nuestra naturaleza humana necesita verdades, respuestas fiables que nos confronten con la realidad. Si la sinceridad y la autenticidad siempre son de agradecer, mucho más en estos tiempos.
Al referirnos a las personas, decimos que alguien es auténtico cuando “es consecuente consigo mismo y se muestra tal como es”, según la Real Academia de la Lengua. Aparecen las dos dimensiones en la definición, por un lado, cómo ser y, por otro, cómo mostrarse. Decimos que es auténtico quien actúa de forma coherente y le otorgamos una connotación positiva, por contraposición a lo falso. Lo auténtico es lo verdadero, lo creíble y lo valioso también. Tengo una frase favorita que dice “lo que nunca falla es ser uno mismo”.
Nos gustan las personas cuando nos parecen auténticas. Actúan con naturalidad, son espontáneas y se comportan con arreglo a cómo son, sienten y piensan. Dicen aquello que creen, expresan sus opiniones guiadas por sus valores, ideas o expectativas, y asumen que no siempre agraden o coincidan con las de otros. Son capaces de decir “no” sin someterse a las influencias ajenas ni huir de la controversia diciendo solo aquello que otros desean escuchar. Tienen la autoestima alta y no les importa reconocer sus errores o rectificar, no les supone un problema el saberse vulnerables.
También suelen ser previsibles, sabemos más o menos lo que piensan y esperamos que se comporten de acuerdo con ello. Recuerdo cuando nos planteábamos llevarle algún asunto delicado al jefe -una de esas personas auténticas de las que tuve la suerte de aprender- y nos decíamos “podemos preguntarle, aunque ya sabemos lo que nos va a responder”.
Pero es difícil que los seres humanos seamos auténticos todo el tiempo. Los convencionalismos sociales o laborales, las normas de convivencia nos llevan a situaciones en las que hemos de impostar nuestros comportamientos, fingir, decir incluso lo contrario de lo que pensamos. Ocasionalmente nos puede pasar a todos. El problema viene cuando se convierte en una forma cotidiana de conducta, que termina por desnaturalizar la propia identidad, generar frustración y vacío. No podemos mostrarnos, permanentemente, como no somos.
Otra pérdida de autenticidad -deseablemente pasajera- consiste en dejamos llevar por nuestra condición gregaria, conducidos confortablemente por la corriente mayoritaria de opiniones o acciones. Es algo especialmente peligroso, por lo que supone de renuncia a las propias ideas o iniciativas. Filósofos como Heidegger, -que asimilaron la identidad a la autenticidad, entendida como la manera de ser que nos hace singulares y únicos- hablaban de espacios de inautenticidad que nos sumergen en “un mar de actitudes comunes con los demás que nos llevan a confundirnos con la masa durante un espacio de tiempo”. Algunos líderes políticos son verdaderos maestros en el manejo de estas actitudes colectivas.
Hay que reconocer que ser fiel a sí mismo la mayor parte del tiempo no es tarea fácil. Incluso algunos pensarán que ya tenemos bastante con entregarnos afanosamente a nuestros menesteres cotidianos como para, además, preocuparnos de si estamos siendo más o menos auténticos. Pareciera que el hecho de ser auténtico fuera algo así como un lujo que solo algunos pudieran permitirse, mientras la mayoría se limita a sacar adelante sus ocupaciones, mostrando el rostro que cada papel le demande, ya sea genuino, hipócrita o falso.
Soy de los que piensa que esforzarse por ser auténtico merece la pena. Como en tantos otros aspectos del desarrollo humano, una de las claves más importantes reside en el auto conocimiento, del que ya hablamos en un anterior apunte -La confluencia mágica- ¿Cuánto estamos desvirtuando nuestros verdaderos principios, expectativas o convicciones haciendo lo que hacemos? ¿Cuánto responden mis apariencias a la realidad de cómo soy? ¿Qué parte de mi tiempo estoy mostrándome tal cual y qué otra parte me limito a fingir? Y lo más importante, ¿soy consciente de todo ello? Estas y otras preguntas nos ayudan a profundizar en ese camino infinito que es el autoconocimiento.
Si nos referimos a quienes ejercen como líderes en nuestras organizaciones, ¿pueden ser auténticos y mostrar coherencia entre lo que piensan, sienten, dicen y hacen? La exigencia es mayor en su caso. Han de dominar el arte de la prudencia y adoptar roles y estilos distintos según las situaciones. Han de defender posturas que no siempre comparten, por disciplina. Han de adecuar los mensajes de forma camaleónica según las circunstancias -no es lo mismo informar de un plan de reducción de costes al Consejo de Administración que al Comité de Empresa o a los mercados financieros, por ejemplo-.
Todo ello es lógico y explicable, y creo que puede ser también compatible con la consistencia y la autenticidad del líder. Hay muchas formas de mostrarse como alguien genuino, y aquí van algunas de ellas: la transparencia y la sinceridad como actitud, reconocer los errores y aprender de ellos, ser coherentes entre lo que se dice y hace, argumentar con solidez los cambios de opinión…
También es compatible entre los líderes políticos, para muchos de los cuales esto de ser auténticos debe parecer una quimera, a juzgar por sus palabras y obras en ese escenario permanente en el que viven. Eso sí, con honrosísimas excepciones. Como Angela Merkel, ante quien tantos nos descubrimos en su despedida. Una mujer tan excepcional como admirablemente auténtica, un ejemplo del que podríamos tomar buena nota.
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