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La gran mayoría de nuestros hijos tendrán durante sus vidas un número de empleos que no se parecerá, ni de lejos, al que tuvieron nuestros padres. Si en el mundo del trabajo en que vivimos ya nada es para toda la vida, en el futuro que está llegando las entradas y salidas de personas en las organizaciones va a ser un tráfico continuo y creciente.
Ante este escenario de imparable rotación, las empresas intentan afinar sus mecanismos de atracción y selección, poniendo cada vez más recursos e inteligencia —natural y artificial— en captar los mejores y más adecuados perfiles para los nuevos tiempos. Hasta aquí, perfecto.
Pero luego tenemos la otra cara de la moneda en las rotaciones, la parte más fea, a la que se dedica menos atención y es menos agradable: las salidas. Ya sea por motivos de eficiencia, de falta de adaptación, bajo rendimiento o como depurativo de la organización, las salidas son imprescindibles. Para el profesional, se trata de uno de esos momentos de la verdad que dejan huella. Para la organización, el mero hecho de cómo decidirlas y la manera de abordarlas son signos identitarios, que retratan su cultura y su política de gestión de personas
Si hablamos de los directivos, la cosa es aún más evidente. El nivel de exigencia en el rendimiento y los resultados se eleva a veces hasta las nubes. La exposición política en los órganos de gobierno se multiplica, y también los riesgos. Están más cerca de las batallas de poder, las afinidades y confianzas personales con sus filias y fobias están a la orden del día. Como consecuencia de todo ello, el directivo resulta ser altamente vulnerable y cambia de organización más a menudo, con carácter general.
Pues bien, lo lógico y deseable sería que las salidas de directivos se llevaran a cabo de la manera más civilizada posible, incluso aunque no se compartieran los motivos, cosa frecuente. El acuerdo debería ser la fórmula habitual y la desvinculación indemnizada el procedimiento utilizado, como medio para poner fin amistosamente a una relación profesional que ha estado presidida por la confianza, la dedicación y el compromiso, en la gran mayoría de los casos.
Pero hay otra fórmula mucho menos recomendable: el aparcamiento. Consiste en dejar al profesional en una especie de vía muerta, alejarle de los puestos de mayor impacto y colocarle donde menos estorbe, en una especie de arabesco lateral, con un contenido limitado y de incidencia tan escasa como rimbombante pueda ser el título del puesto que le adjudiquen.
Incluso cabe aparcar a alguien hacia arriba mediante una especie de promoción ficticia, como es la denominada 'sublimación percuciente'. Se trata de un ascenso meramente ilusorio, que va acompañado de un alejamiento de la línea decisoria o ejecutiva y pérdida de poderes; tipo jarrón chino, vamos.
El aparcamiento puede obedecer a diversas razones. Unas veces se hace con las mejores intenciones, como mal menor que evite el trauma del despido al interesado. Otras, para no afrontar el coste de la indemnización correspondiente, que no se está dispuesto a abonar. En este segundo caso, se intenta aburrir a la persona hasta que opte por marcharse voluntariamente, o sea, gratis 'et amore'. Estos casos a veces terminan con una demanda en el Juzgado de lo Social, para acabar conciliando el asunto ante su señoría, con el desgaste que ello ha producido ya para ambas partes.
Sea por uno u otro motivo, la consecuencia es que el directivo aparcado vaga como alma en pena por los pasillos, sabiéndose menoscabado en sus funciones para escarnio público y notorio. La empresa paga religiosamente su salario a cambio de una contribución escasa o mínima, para cabreo del respetable.
El aparcamiento de directivos —o de profesionales, en general— es una de las patologías organizativas menos deseables. El interesado cae en el descrédito interno, su carrera comienza a devaluarse aceleradamente, su autoestima recibe un buen rejonazo y su confianza hacia la organización salta por los aires.
Además, como práctica de gestión empresarial supone un muy mal uso de los recursos. Es una bofetada a la eficiencia, pues todo el mundo puede ver cómo se mantiene a alguien que no justifica ni de broma el salario que percibe. Para los compañeros es un ejemplo nefasto, que perturba el clima y les envía un mal mensaje que no entienden y les pone ojo avizor, con las barbas a remojar.
Otra consecuencia negativa es que el sistema de evaluación del desempeño de la empresa pierde inmediatamente la credibilidad, al desvirtuarse las consecuencias de la evaluación, y la política retributiva sufre un agravio comparativo tan visible como inexplicable.
Ser de verdad un 'great-place-to-work', es decir, una de esas empresas más admiradas y deseables para trabajar, está en las antípodas de estas prácticas. Cuando la relación de un profesional con su empresa deja de tener sentido, lo mejor es resolverla por las buenas, asumir el coste y seguir cada uno su camino, sin empeñarse absurdamente en dar vida a lo que ya está muerto, como dice la canción.
En resumen, mi humilde mensaje a las empresas sería que mantener artificialmente a alguien no solo no resuelve los problemas sino que los empeora. Y a los directivos, que hagan todo lo posible por no dejarse aparcar. Su carrera y su autoestima se lo agradecerán.
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