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Agotados los calificativos de la victoria mundialista, aún frescos los efluvios de su celebración, surgen un par de reflexiones alrededor del triunfo. No abundaré sobre el efecto balsámico del éxito obtenido en nuestro estado anímico, marcado por la depresión colectiva desde hace meses. Tampoco añadiré nada a lo dicho y escrito acerca de nuestra admirable selección y sus valores -la solidaridad, el esfuerzo o la humildad-, símbolo de una juventud a la que tildábamos carente de algunos de ellos. No hablaré del influjo conciliador de la victoria en torno a la unidad de España y sus gentes, expresada con pasión y orgullo, dos tradicionales atributos seña de identidad de lo español. Ni siquiera me referiré al tercero, la envidia, reducida en esta ocasión a simples anécdotas, como notas discordantes. Como explicaba Hemingway al referirse a la Fiesta, cuando los tendidos estallan en vítores ante una faena excelente, de repente alguien silba con todas sus fuerzas: "no silba al torero, silba al aplauso".
¿Por qué nos gusta tanto el hecho de ganar? ¿Hay algo de ancestral en nuestra vocación por la victoria? Si dejamos a un lado la alta competición deportiva para adentrarnos en el mundo de las organizaciones, el afán por vencer representa la máxima aspiración. La presión competitiva convierte en rival al más pintado. No sólo competimos con los de fuera, sino incluso con los de dentro, en un desperdicio de energías lamentable e ineficiente, que excede lo saludable para convertirse en una obsesión poco inteligente, en términos de coste-beneficio para el interés general de la organización.
Y es que el simple hecho de ganar, de llevar la razón, proporciona tal satisfacción que no precisa de mayor beneficio tangible o inmediato al vencedor. Perseguimos simplemente llevarnos el gato al agua y para ello discutimos hasta la extenuación si es necesario. Con ello alimentamos una especie de aureola de ganador como fórmula para alcanzar o mantener el prestigio o el poder.
Marshall Goldsmith, genial maestro del coaching al que conocí personalmente, pone un ejemplo ilustrativo en uno de sus artículos. Imagine que discute con su acompañante sobre el restaurante al que va a cenar. Finalmente usted cede y decide ir al que propone su cónyuge, que resulta ser un desastre de comida y servicio. Ante eso, cabe restregarlo con fruición o relajarse y disfrutar de la velada. El 75% preguntado afirma que harían lo primero, aunque son conscientes de que deberían hacer lo segundo. El ansia de ganar la discusión les lleva más allá del sentido común, como dice Marshall.
El pasado campeonato mundial de fútbol nos ha dejado interesantes oportunidades de aprendizaje, además de una gran satisfacción a los españoles. La fe en la victoria, conseguida a base de perseverar en los valores del equipo, resulta un ejemplo encomiable. Como en el deporte, para las empresas y sus directivos ganar es una parte clave de su razón de ser. Incluso se convierte en cuestión de mera supervivencia, como en la evolución de las especies. Pero hay que saber perder sin que ello represente una deshonra. Ceder a otros las victorias y reconocerlas cuando se producen refuerza la humildad y la generosidad. Y puede llegar a ser mucho más inteligente. Si quiere mejorar la eficacia en sus relaciones personales no intente siempre ganar a toda costa. Además, parecerá más humano, y más majo.
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