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La expresión fue puesta de moda hace años por un periodista deportivo que no solía dejar títere con cabeza, aunque hay que reconocer que tiene su gracia. El abrazafarolas es una especie de adulador permanente que vive de halagar a los demás, lo merezcan o no.
Se cuida mucho de incomodar a sus semejantes e intenta estar de acuerdo siempre con ellos. Como norma, nunca dice "no" a sus interlocutores, pues huye del conflicto o la controversia como gato escaldado. Obsequia sonrisas con generosidad, incluso cuando no vienen a cuento y saben a cuerno quemado. El caso es intentar agradar por encima de todo. Es fantástico para situaciones de buen rollo, de hecho, en conversación tiene un excelente primer cuarto de hora si no se le conoce, pues cae estupendamente. En la política o la diplomacia se mueve como pez en el agua y puede llegar a hacer carrera hasta alcanzar puestos insospechados.
El problema viene cuando el abrazafarolas deja de ser el personaje más popular del año por exigencias del guión. La vida no es un camino de rosas y de vez en cuando hay que hacer tortillas, lo que requiere inevitablemente romper huevos. ¿Cómo afrontar las situaciones desagradables sin perder la sonrisa ni los simpatizantes?
Los directivos que participan en nuestros procesos de búsqueda e identificación de talento realizan un test de personalidad que complementa muy bien las entrevistas. Uno de los factores que analizamos es la capacidad para adoptar decisiones duras e impopulares, tan necesarias en estos tiempos. Pues bien, esta habilidad resulta ser una carencia relativamente frecuente, incluso en candidatos que desempeñan responsabilidades directivas de cierta relevancia. Hay que ser especialmente cuidadoso con este aspecto, que podría condicionar en buena medida el éxito del candidato en su nueva misión. Una cosa es la cordialidad, muy de agradecer como estilo de relación, y otra bien distinta el comportamiento blando o pusilánime que pudiera esconderse detrás de ella.
Se me ocurren, al menos, dos explicaciones a este fenómeno. Por un lado, como decía una entrañable señora de mi pueblo, tan bondadosa como analfabeta, venimos de estar "nadando en la ambulancia".
La mayor preocupación hasta hace bien poco era elegir la longaniza con la que atar al perro, por lo que no estamos muy entrenados para la adopción de medidas duras, que digamos. Por otro lado -la causa que me parece más grave- es la voluntad de llevarse bien y ser aceptado por los demás a toda costa, -en política los votantes y en la empresa los compañeros-. Este empeño nos frena a la hora de adoptar este tipo de decisiones que pueden indisponernos con el electorado o con la plantilla. Sin embargo, una mal entendida asunción de responsabilidades puede tener consecuencias catastróficas. La pasividad no va a conseguir que el paso del tiempo resuelva los problemas sino que los incremente. A la larga se nos pasará factura por omisión o por cobardía.
Es difícil quedar siempre bien con todo el mundo al tiempo que hacemos lo que debemos y no lo que a los demás les gustaría; es algo que hay que asumir en ciertas posiciones. Aunque siempre será preferible explicar lo que hacemos, por difícil que sea de entender, y hacerlo con asertividad, conscientemente y sin intención de herir, de forma congruente, clara, directa y equilibrada.
Y eso no es lo mismo que ir por ahí abrazando farolas con falsedad o hipocresía.
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