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Amenizan las sobremesas en los restaurantes o se colocan en lugares concurridos de nuestras calles y plazas para alegrar con su música a los viandantes. Los encontramos en los pasillos del Metro o en los parques, demostrando su virtuosismo con la guitarra, el violín e incluso los teclados. Quizás algunos hayan dedicado años al estudio del solfeo, pero supongo que la mayoría de los músicos callejeros no tienen conocimientos de música. Simplemente, tocan de oído.
Con la expresión tocar de oído aludimos coloquialmente a quienes hablan de algo sin tener suficiente conocimiento de causa. Los referidos músicos consiguen tocar bien a fuerza de repetir lo que escuchan, guiados por una envidiable inteligencia musical natural. Igualmente, hay quien tiene la rara habilidad de convertirse en experto de algo a lo que nunca se ha dedicado, simplemente a base de escuchar lo que otros cuentan, observar lo que otros hacen y leer lo que otros escriben. Y la verdad es que la cosa tiene su mérito. Tiene que ser muy difícil dar consejos, por ejemplo, sin haber experimentado en primera persona aquello sobre lo que se aconseja. Por mi parte, cada día creo más en la experiencia, en la fiabilidad de quienes hablan sobre sus propias vivencias, como los entrenadores de fútbol que antes sudaron la camiseta como jugadores. A las pruebas me remito.
En los últimos meses los ciudadanos asistimos boquiabiertos y algo alarmados al espectáculo de un derrumbe financiero de proporciones descomunales, una caída al vacío, hacia un abismo sin final conocido.
Y a muchos nos vienen a la cabeza las figuras peliculeras -casi imberbes- de agentes varios del mundillo financiero que parecían sorprendentemente cualificados, como si hubieran conseguido acelerar milagrosamente una madurez precipitada con pócimas mágicas. El caso es que manejaban un cotarro del que dependía la comunidad empresarial, la realmente productiva, y con ella los empleos y el bienestar de la sociedad, nada menos. Gestores de inversiones enfocados al bonus que ignoran la gestión empresarial, analistas opresivos que empujaban a las compañías a conseguir cifras inalcanzables o agencias de rating que valoraban con sobresaliente -triple A- un puñado de papeles mojados.
Después de comprobar los resultados de su gestión o de escuchar algunos de sus pronósticos o vaticinios, con honrosas excepciones, uno no puede evitar la descorazonadora sensación de estar frente a falsas faenas de aliño, construidas a retazos artificiosos e improvisados, con discursos huecos de corta y pega para salir del paso. Una falta de rigor alarmante que tiene como víctimas a quienes, con denodados esfuerzos, se han empeñado en crear riqueza a su alrededor, las empresas de la economía real, sus directivos y empleados, asfixiados ahora por quien te quita el paraguas cuando comienza a llover.
Toca aferrarse a unos pocos valores y principios fundamentales, aprendidos de nuestros padres, estandartes verdaderos que, ahora más que nunca, conviene recuperar. El trabajo esforzado y bien hecho frente a la ganancia fácil y rápida, la honradez y la palabra, el compromiso, el rigor y la profesionalidad. Junto a ello, el criterio valioso de quienes han vivido intensamente y en sus propias carnes la gestión empresarial. Han sufrido fracasos, disfrutado éxitos y dudado frente a dilemas cotidianos. Verdaderos músicos de conservatorio que entienden las partituras, frente a quienes simplemente tocan de oído.
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