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Todo líder atraviesa tres etapas durante su estancia en una misma posición, aunque no siempre sea plenamente consciente de ello. La etapa inicial permite tomar contacto con la realidad, ubicarse, familiarizarse con el escenario y los actores principales y, en definitiva, entender las claves del entorno que le rodea. Requiere de una cierta astucia política para entender cómo funcionan los flujos formales e informales de poder, influencia y decisión, saber quién es quién y cuáles son los parámetros fundamentales de la organización, del equipo, de la estrategia y del negocio. Es el tiempo de agudizar la capacidad de observación, de absorber como una esponja y extremar la prudencia.
La segunda etapa representa la plenitud o consolidación, en la que el desempeño fluye de manera eficaz y la sensación de dominio propia se percibe también por los demás. Es la etapa de mayor rendimiento, en la que deja de ser necesario demostrar continuamente una valía que ya es reconocida. El líder es respetado y apreciado. Además de escuchar, dice y —sobre todo— hace cosas que resultan de valor para el grupo, que dejarán huella y formarán parte de su legado. Quienes han experimentado responsabilidades de liderazgo saben bien de qué les hablo, y no olvidarán fácilmente esas etapas felices y plenas. Lo ideal sería que se prolongaran largamente en el tiempo, como esos sueños de los que no queremos despertar, pero la realidad es que no es así, por mucho que nos empeñemos.
Nos guste o no, la tercera etapa llega de forma inexorable y con ella la curva descendente propia del declive. Los problemas se repiten como lugares comunes que traen consigo una sensación de cansancio y desgaste, en una rutina demasiado continuada y patente. El entusiasmo decae y las ideas se van agotando, no brotan ya con la frescura de antes, después de haber intentado lo mismo una y otra vez. En su lugar, un cierto escepticismo con aire socarrón, propio de quien siente estar de vuelta de todo, acompaña la enésima discusión inacabable sobre otro 'déjà vu' que solo conduce a la melancolía.
Quizás exagero un poco, pero muchos reconocerán en estas palabras signos evidentes de que el ciclo se acaba. Es el momento de dejarlo, de marcharse y cambiar, de buscar nuevos estímulos que impulsen la ilusión, el crecimiento y el aprendizaje continuado. Es tiempo de asumir una responsabilidad nueva, diferente o de contribuir de otra forma a la comunidad. Esto es lo que aconseja la teoría de los ciclos de carrera, según la cual las trayectorias ideales deberían consistir en una sucesión de diferentes ciclos de tiempo y de roles, cada uno de ellos con curvas de aprendizaje y reto crecientes.
A veces, la necesidad pone patas arriba todo lo demás y antepone un conservadurismo prudente, que hace oídos sordos a cualquier cambio.
Pero sé que esto es mucho más fácil decirlo que hacerlo —de hecho, por mi profesión y experiencia propia, lo sé muy bien—. A veces, la necesidad pone patas arriba todo lo demás y antepone un conservadurismo prudente, que hace oídos sordos a cualquier cambio, evitando asumir riesgos que lleven a perder lo que se tiene. Aunque se trata de una decisión muy respetable, puede resultar peligrosa. No es el primer caso en el que esa decadencia inevitable termina por ocasionar la salida forzada e inesperada de un líder noqueado, cuyo epílogo queda empapado por el amargo sabor del fracaso como broche de cierre de etapa.
Además de la necesidad económica, el conformismo o la aversión al riesgo y al cambio, hay otras razones para aferrarse al sillón. El ejercicio del poder de manera continuada refuerza tanto la autoestima del líder que puede terminar llevándola al extremo, a ese punto en el que cualquier fortaleza se convierte en debilidad. La autoestima —nuestra fuerza secreta, como la llamó Rojas Marcos en aquel estupendo libro— se convierte entonces en soberbia, en un ego sustentado durante años por acólitos que han evitado contrariarlo, cuando no le han adulado descaradamente en busca de sus favores. La ceguera del famoso 'rey desnudo' junto a su arrogancia son muestras inequívocas de la decadencia de un líder, que difícilmente dejará paso al sucesor, de no ser forzado por las circunstancias.
El ejercicio del poder refuerza tanto la autoestima del líder que puede terminar llevándola al punto en el que cualquier fortaleza se convierte en debilidad.
Cuántas veces hemos visto a líderes a los que se les ha pasado el arroz, ya sea en las empresas o en la política. Rodeados de descrédito, su persistencia machacona les lleva al ridículo en sus últimos coletazos, en una de las situaciones más penosas y grotescas que puede vivir una organización. Algunos tratan de evitar su defenestración rodeándose de mediocres incapaces de hacerles sombra, cuando no sacrifican a quienes podrían llegar a hacerlo, lo que ya es de traca.
En cambio, saber marcharse a tiempo, antes de que la decadencia se mastique, es un signo de grandeza e inteligencia, por no hablar de generosidad, que ensalza la figura de quien lo hace y deja el mejor de los recuerdos. Todas las organizaciones necesitan su renovación, sobre todo al ritmo frenético de cambios que vivimos. Gracias a ella, las empresas e instituciones avanzan y progresan. Detrás de unos líderes que se marchan surgen oportunidades para otros que toman el testigo, aportan aire fresco, renuevan las ideas y aseguran el futuro.
Si no sabe bien cuándo debería dejarlo, abra bien los ojos y mire a su alrededor, intente captar los signos y mensajes que vienen de su entorno, escuche a quienes le digan realmente lo que piensan y haga un análisis lo más objetivo posible. Por favor, ahórrese —y ahórreles— el ridículo de estirar la tercera etapa como si fuera chicle. Aunque le cueste creerlo, siempre hay alguien que está capacitado para sucederle, e incluso para elevar el listón desde la altura en que lo deje. Busque la manera de aportar a su carrera y a su vida una nueva dosis de entusiasmo, seguro que al final se alegrará.
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