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El precursor del populismo verde y la defensa de los consumidores en Estados Unidos es un tipo singular. Su perseverancia al ofrecer una tercera vía electoral frente a los dos partidos hegemónicos bate todos los records. Ralph Nader, abogado nada menos que por Harvard, de 82 años e hijo de emigrantes libaneses, siempre fue un activista incansable. Izquierdista a la americana, coherente con sus ideas y valores, es un viejo conocido de los electores, eterno aspirante a la Casa Blanca durante años. Su mayor éxito, desde el Partido Verde, lo obtuvo en el 2000 con casi 3 millones de votos, -100.000 de los cuales, en Florida, terminaron de inclinar la balanza hacia Bush en detrimento de Gore, con gran cabreo de los Demócratas-. Pero él ha seguido presentándose puntualmente cada cuatro años, con menos éxito, ya fuera liderando partidos minoritarios o como independiente. Incluso llegó a fundar el Partido Populista, antes de que esa expresión y lo que significa degenerara por méritos propios de quienes la han pervertido.
En plena efervescencia electoral norteamericana, traigo hoy a Nader a colación como autor de una frase con la que comulgo a pies juntillas y utilizo a menudo. El liderazgo tiene para él “como función principal la de generar más líderes, no más seguidores”. He dedicado buena parte de mi carrera precisamente a ayudar a las empresas a desarrollar el liderazgo en sus colaboradores, así es que no puedo estar más de acuerdo en esto con el veterano activista, curtido en la adversidad e inasequible al desaliento. Otro gallo nos cantaría si tomáramos buena nota de su frase en nuestras organizaciones, ya sean políticas, empresariales, sociales o institucionales, da igual.
Aspirar a tener seguidores no debería constituir un fin, debería ser la consecuencia, el resultado de demostrar cualidades dignas de imitar y de apoyar.
Volvamos la mirada hacia los líderes que nos rodean, ¿cuántos de ellos sienten realmente que su misión es la de generar más líderes a su alrededor, y no más seguidores? Por desgracia, más bien pocos. Por el contrario, prevalece la orientación al poder, a evitar competidores y a generar adeptos para la causa de su liderazgo incondicional, devotos que les sigan en procesión en pos de un destino que colme ante todo sus ansias de poder. Ejemplo bien claro lo tenemos en un reciente líder político dimisionario de ambición desmedida, que no contento con el destrozo provocado, amenaza con volver a intentarlo.
Pero no siempre es así, afortunadamente. Las mejores organizaciones dedican tiempo y recursos en identificar y desarrollar las capacidades de liderazgo en sus miembros, como fórmula para alinear y orientar el rendimiento colectivo hacia las metas que persiguen. Movilizar a una organización no es nada fácil, ni luchar contra las inercias que tienden a paralizarla o a desviarla de su camino. El miedo, la resistencia natural al cambio, la inseguridad y otros muchos factores humanos se superan, entre otras cosas, gracias al liderazgo adecuado de quienes dirigen. En última instancia, cada equipo es una especie de célula cuyo rendimiento depende en buena medida del estilo de su líder y del ambiente que éste crea en su entorno. Las personas se sienten más o menos vinculadas a sus organizaciones –sobre todo emocionalmente-, en función del quién las lidera, de los valores y virtudes que demuestra, algunas tan antiguas y universales, como la generosidad, la prudencia, la justicia, el esfuerzo, la humanidad o la determinación. En su nivel superior, es el líder quien inspira a la organización, le muestra un destino mejor, atractivo y retador, que supone una motivación para actuar y alcanzarlo.
Por otro lado, es la existencia de seguidores la que justifica a su vez la existencia del líder, la que le proporciona su sentido y esencia. Aspirar a tener seguidores, -libres y voluntarios, lógicamente-, es algo lícito, pero no debería constituir un fin en sí mismo, ni una fórmula exclusiva para conseguir ejercer el poder, la ambición personal y el culto al ego. En cambio, tener seguidores, guiados por su propia voluntad y convicción, debería ser la consecuencia, el resultado de demostrar cualidades que los demás valoren y admiren, que sean dignas de imitar, de seguir y de apoyar.
Una de las dimensiones más importantes de un líder es su vocación de servicio. El denominado liderazgo servidor, -desarrollado conceptualmente por algunos autores y observado de cerca por quienes hemos vivido las trincheras-, propugna que el líder está al servicio de su organización, de sus seguidores o de sus equipos. Y uno de los servicios más valiosos que presta es precisamente ayudar a hacer mejores a quienes le rodean, a mejorar sus capacidades, su desempeño y también su propio liderazgo.
De hecho, el potencial de liderazgo en las personas está muchas veces oculto y necesita ser aflorado mediante el estímulo, el ejemplo y la ayuda de quienes les dirigen. Y, por supuesto, también la generosidad pues, al final, se trata de pensar en los demás y no de utilizarlos. Me alegra coincidir en esto con un líder populista coherente, frente a tantos vendedores de crecepelo, ególatras y demagogos que, en lugar de servir, se sirven de aquéllos a quienes pretenden defender y representar, ad maiorem gloriam de sí mismos.
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