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El año pasado, un androide llamado Michihito Matsuda presentó su candidatura a las elecciones municipales de Tama, uno de los 23 distritos de Tokio, que tiene 150.000 habitantes, como una ciudad media española. Bajo la sugerente promesa de que la inteligencia artificial —IA—, tomaría mejores y más justas decisiones para todos, acabaría con la corrupción —que al parecer, también tienen— y cambiaría la ciudad, obtuvo más de 4.000 votos, y quedó en tercer lugar tras el escrutinio. El robot, de rasgos humanos, había sido creado por un directivo de Softbank —proveedor de servicios móviles— y un exempleado de Google, firmes partidarios de las máquinas pensantes y sus posibilidades.
Los defensores a ultranza de la IA afirman que un análisis lógico de la infinidad de datos disponibles, y un tratamiento e interpretación en beneficio del interés general, podría cambiar nuestras ciudades y vidas. Los sistemas de analítica avanzada nos permitirían conocer con precisión las características y necesidades de sus habitantes y territorios, planificar mejor los recursos y asignarlos más justa y equilibradamente, además de facilitar el diálogo y argumentar adecuadamente las decisiones. Tengo que reconocerles que, tras el último atracón de elecciones en nuestro país y su larga digestión posterior, uno tiene la tentación de añorar al tal Michihito, aun sin tener el gusto de conocerlo.
Los gurús tecnológicos, futurólogos y visionarios más reputados tienen muy claro que la denominada singularidad tecnológica —el momento en que la inteligencia artificial superará a la humana— ocurrirá pronto, aunque no saben cuándo. El matemático y escritor de ciencia ficción Vernor Vinge dice que será en 2023, ahí al lado. Ray Kurzweil, eminente futurista, tecnólogo y director de Ingeniería de Google, lo lleva hasta el año 2045. Todo ello lo ha recordado recientemente el periodista argentino Andrés Oppenheimer, columnista de 'The Miami Herald' y colaborador de la CNN, en un interesantísimo libro que acabo de leer, '¡Sálvese quien pueda!', que nos confronta con las consecuencias laborales y sociales futuras de la era de la automatización. Después de todo, como dice mi amigo Julio, entre tanta estupidez natural, no nos vendría mal un poco de inteligencia artificial.
Sea antes o después, la realidad es que la sustitución del trabajo y de gran parte del talento humano por máquinas va a toda pastilla. Casi la mitad de los empleos actuales en los países industrializados y más de dos tercios en los emergentes, según el Banco Mundial, serían susceptibles de automatización —robots de última generación, impresoras 3D, internet de las cosas…—. Y no solo se trata de tareas mecánicas u operaciones lógico-matemáticas, también las que requieren intuición y creatividad pueden ser asumidas por computadoras que aprenden continuamente, tras analizar millones de datos relativos a comportamientos humanos frente a determinadas situaciones.
Los tecno-optimistas y los tecno-pesimistas, como dice Oppenheimer, se encuentran enfrentados en un encendido debate, de conclusiones más o menos preocupantes, según a quién le preguntes. Para unos, surgirán nuevos empleos más cualificados gracias a la tecnología —como ejemplo, citan a los dos millones de desarrolladores 'freelance' que suben sus aplicaciones a la plataforma de Apple desde que nació iPhone—. Para otros, faltarán alternativas laborales para cientos de millones de trabajadores —sobre todo, los de menos cualificación—, que devendrán en revueltas sociales sin precedentes.
Frente a la escasez del trabajo tradicional por cuenta ajena, ganarán protagonismo la propia iniciativa individual y el autoempleo. Trabajaremos más años pero de forma bien distinta. Aun así, las horas dedicadas a trabajar de la humanidad, en promedio, parece que se verán muy reducidas, lo que acarreará consecuencias inquietantes. Para muchas personas, el trabajo convencional tal y como hoy lo concebimos constituye su principal propósito en la vida, lo que les hace levantarse cada día. Es su forma de encontrar la plenitud, la autoestima, el reconocimiento social. Perder el trabajo se percibe como algo negativo 'per se', no solo por las consecuencias económicas. Mientras más valorado está el tipo de trabajo en la escala social, más sentida es su pérdida. No digamos para quienes se lo plantean como una forma de ejercer el poder y no de prestar servicio, como debería ser.
Hay que ir cambiando el chip, nunca mejor dicho. El trabajo es una parte sustancial de nuestra vida, pero es imprescindible que esté en equilibrio con el resto de los elementos que la componen. La sabiduría japonesa tiene el término 'ikigai' para definir el propósito o la razón de ser que proporciona verdadero sentido a nuestras vidas. Encontrarlo lleva tiempo y no es aconsejable asociarlo exclusivamente a cuestiones tan pasajeras como un determinado tipo de trabajo, un puesto o una responsabilidad tan concreta como efímera. Por cierto, para saber cuál es nuestro 'ikigai', Francesc Miralles y Héctor García —autores de un libro sobre el tema en cuestión— aconsejan tratar de respondernos a preguntas como: "¿Cuál es mi elemento?", "¿con qué actividades se me pasa el tiempo volando?", "¿qué me resulta fácil hacer?", "¿qué me gustaba cuando era niño?".
Los rapidísimos e impresionantes avances tecnológicos nos van a liberar de muchas tareas de poco valor, que terminan siendo una pérdida de tiempo. A cambio, nos van a ofrecer nuevas oportunidades de hacer cosas diferentes, algunas de las cuales ni siquiera sospechamos. Vamos a poder ser más selectivos a la hora de decidir qué hacemos. El tiempo va a ser un recurso más disponible para muchos de nosotros, y no solo me refiero a quienes se desvinculan de sus empresas 30 años antes de agotar su expectativa de vida biológica.
Por mi parte, quiero sumarme a los tecno-optimistas y ver todo esto como algo positivo. Un nuevo cambio, brutal, eso sí, al que la humanidad será capaz de adaptarse de nuevo. Quiero verlo como una magnífica oportunidad de hacer otras cosas, más o menos productivas, para las que deberíamos ir preparándonos cuanto antes. Ahora que llega el verano, puede ser un momento propicio para pensar en nuestro 'ikigai' y, con un poco de suerte, quizás incluso encontrarlo.
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