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En el año 354, en un pueblecito del África romana, nació un niño extremadamente imaginativo e inteligente. Pronto destacó en diferentes manifestaciones de las letras, como la literatura, la retórica o el teatro. De espíritu sensual y mujeriego, se entregó en su juventud a las pasiones mundanas, al tiempo que su curiosidad intelectual le llevaba a una búsqueda incansable de la verdad a través de las diversas corrientes filosóficas. Pasó del maniqueísmo al escepticismo, de Virgilio a los neoplatónicos, hasta que encontró en el cristianismo la respuesta a sus inquietudes. A los 33 años fue bautizado, a los 36 ordenado sacerdote y a los 40 consagrado obispo. Me estoy refiriendo a Agustín de Hipona, más conocido por San Agustín, el más ilustre de los padres de la Iglesia latina y a quien, probablemente, debemos la expresión acuñada que da título a esta columna.
Encontrar nuestra verdadera vocación, nuestra inclinación más íntima hacia una determinada actividad o género de vida, es uno de los mayores retos al que nos enfrentamos en el transcurso de nuestra existencia. Supongo que una buena parte de nuestros congéneres se marchan de este mundo sin haberla encontrado o, lo que es peor, sin haberla buscado lo suficiente. Y aquí es donde interviene un factor que me parece determinante: el interés y la voluntad de aprendizaje.
¿Quién no ha escuchado a alguien decir que ya es demasiado viejo para que le entren nuevos contenidos en su dura cabeza? No me refiero a ancianos desvalidos, sino a orondos maduritos más sanos que una pera. Parece como si la edad fuera un freno natural y biológico para aprender. Nos lamentamos de no haber aprendido o no haber estudiado determinadas cosas a su debido tiempo, como si el paso de los años nos atrofiara las entendederas, como si la oportunidad perdida fuera irrecuperable para siempre. Surge entonces una especie de providencialismo conformista con el que nos justificamos, con el único fin de rechazar de un plumazo el hecho de intentarlo -ya estoy mayor para aprender ciertas cosas-. Sabemos que durante la infancia y la adolescencia la progresiva maduración del cerebro facilita enormemente el aprendizaje.
Pero ésta no puede ser la excusa que nos lleve a eludir el esfuerzo cuando ya somos talluditos. Porque, en el fondo, no nos engañemos, no es más que pereza, abulia o miedo lo que nos frena a ponernos manos a la obra de aquello que quisiéramos o que debiéramos aprender.
Se trate de conocimientos o habilidades, idiomas, tocar el piano o jugar al golf, ¡qué más da!, si queremos, podemos (aunque reconozco que el golf después de los cuarenta me costó lo mío).
El descubrimiento de la auténtica vocación es un proceso largo y continuado. La exploración de nuevas alternativas y posibilidades nos ayuda a ir configurando una idea más precisa y certera de aquello para lo que preferentemente estamos llamados. En ese proceso, el aprendizaje continuo constituye un importante estímulo que nos aporta diferentes y nuevas visiones o perspectivas de la realidad. Es un placer escuchar a alguien decir que ha encontrado su verdadera vocación en lo que hace. Temprana o tardía, ¡qué mas da!, lo importante es encontrarla. Para ello hay que poner todas las energías, con generosidad, al servicio de tan ambicioso fin. Mi amigo Fer, excelente directivo y mejor persona, está estudiando Psicología y Filosofía como hobby. No sé qué saldrá de ahí, pero me encantó ver cómo le brillaban sus ojos al contármelo.
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