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Es fácil caer en la tentación de mirar hacia atrás y buscar con añoranza ese pasado donde los malos recuerdos se difuminan y los buenos se agigantan. Ocurre mucho en Navidad, que suele evocarnos un tiempo mejor y que hace aflorar también lo mejor de cada uno.
Algo de esto pensaba mientras veía los actos conmemorativos de los 40 años de nuestra Constitución, esa admirable muestra de consenso cargada de valores como la democracia, la libertad o la unidad, gracias a una ejemplar demostración de liderazgo con generosidad y altas miras. Palabras como concordia, reconciliación o espíritu integrador se han repetido estos días, no sin cierta nostalgia, a juzgar por cómo han degenerado algunas cosas hasta hoy.
Sea por nostalgia o por frustración, he vuelto la vista hacia nuestra Historia y acabo de leer la biografía de un personaje excepcional, don Antonio Cánovas del Castillo, con quien comparto orgulloso paisanaje malagueño. Su vida enfrentó grandes adversidades, como la pérdida temprana de su padre —que le llevó, con 15 años, a sostener a su madre y sus cuatro hermanos—, su rápida viudedad tras cinco felices años de su primer matrimonio y, sobre todo, los avatares críticos de nuestro siglo XIX plagado de revoluciones, levantamientos militares, guerras carlistas y coloniales. Todas estas contrariedades pusieron a prueba su asombrosa capacidad para sobreponerse, perseverar y forjar en él una personalidad de acero
A nivel político, su huella en nuestra Historia es clave. Fundador del Partido Conservador, diplomático, ministro y seis veces presidente del Gobierno, su famosa alternancia bipartidista en el poder con los liberales de Sagasta y su proverbial capacidad para generar consensos consiguieron acabar con décadas de inestabilidad, aunque fuera criticado por algunos. A Cánovas debemos, entre otras cosas, la restauración monárquica con Alfonso XII, tras la convulsa Primera República, y el impulso a la Constitución de 1876 con sus 47 años de vigencia, todo un récord hasta la fecha.
Pero, aunque su contribución política eclipsó su estatura intelectual, Cánovas fue uno de los políticos más cultos de nuestra Historia, quizá junto con su amigo personal y rival republicano Emilio Castelar, otro de los grandes. Declarado humanista y heredero del espíritu del Renacimiento, el ilustre malagueño fue un brillantísimo orador, riguroso historiador, incansable escritor, novelista y hasta poeta, que nos legó más de 15.000 páginas escritas sobre los más diversos temas, como señala el historiador Elías de Mateo en su biografía.
Además, leía en varios idiomas, fue miembro activo del Ateneo de Madrid y de nada menos que cinco academias —Historia, Lengua, Bellas Artes de San Fernando, Jurisprudencia y Legislación y Ciencias Morales y Políticas—, algunas de ellas desde muy joven, un récord en el que igualó a Gregorio Marañón y Menéndez Pelayo, nada menos. Ortega, alejado políticamente de Cánovas, le reconocía como “el pensador más grande del siglo para cuestiones ideológicas, si hubiera podido dedicar a ellas su vida”. En resumen, podremos estar más o menos de acuerdo con sus ideas o con algunas de las cosas que hizo, pero, qué quieren que les diga, pocas comparaciones le resistirían hoy siquiera el primer asalto.
Siempre he admirado a los grandes líderes generadores de consenso, en cualquiera de los órdenes de la vida. Las personas somos tan distintas en nuestra manera de ser, de sentir, pensar y opinar que lo natural es el desacuerdo. Es mucho más fácil centrarnos en nuestras propias ideas y perseverar en ellas hasta escribirlas en piedra como verdades absolutas. Hay en ello una falsa sensación de seguridad que nos reconforta y nos refuerza frente a esa vulnerabilidad que todos sentimos en el fondo de nuestro interior, pero que raramente aceptamos y mucho menos declaramos.
Lo realmente difícil es conciliar en torno a argumentos, ideas y razones. Quienes tienen responsabilidades de liderazgo deberían ser muy conscientes de que uno de sus mayores logros debería ser el de poner a la gente de acuerdo, aunar voluntades, sumar consensos y no lo contrario. “El consenso de todos sirve como prueba de la corrección de sus ideas”, decía Erich Fromm.
En cambio, hoy abunda una concepción del liderazgo como elemento aglutinador de quienes disienten, de quienes se enfrentan a algo. El líder encuentra su propia identidad y sentido en una contraposición 'per se' desde la que se reafirma. Alienta la crispación cuando está en la oposición y el consenso cuando llega al poder, para confusión de sus atribulados seguidores, como estamos comprobando.
Conciliar las ideas ajenas con las propias ha de ser compatible con el respeto a los principios de cada uno. Pareciera que el consenso va en detrimento de los valores, pero no es así cuando se trata de alcanzar a cambio un bien común superior. Hay un buen puñado de ejemplos de ello en la segunda mitad de nuestro siglo XIX al que me refería, como también los hubo en el último cuarto del siglo pasado, con aquella transición a la democracia que nos enorgullece a tantos españoles.
El caso es que en este tiempo navideño no puedo evitar una cierta nostalgia de otros liderazgos. Cuesta encontrar verdaderos referentes, quizá porque las adversidades son de tal envergadura que disuaden al más valiente, y el pimpampum una vez arriba es de traca. Pero la cosa pública, al igual que la privada, merecería tener al frente a los mejores, que hoy son los más capaces de lidiar con la incertidumbre. Decía el singular y polémico Charles Bukowsky que “el problema del mundo es que la gente inteligente está llena de dudas, mientras que la gente ignorante está llena de certezas”. Y hay que reconocer que desde la duda es mucho más fácil el entendimiento, que es lo que nos hace tanta falta como el comer.
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