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Aquella mañana Héctor Álvarez se levantó temprano. Sería un día importante y había que mantenerse bien despierto. El anuncio, que se esperaba de un momento a otro, podría traer consigo un impacto considerable, como para cambiar el rumbo de su vida. Había dibujado en su mente los diferentes escenarios previsibles y asignado a cada uno de ellos la consecuencia más adecuada. Pero no las tenía todas consigo, algo le decía que la decisión final no sería la más favorable para sus aspiraciones. O quizás sí, depende de cómo se plantease el futuro.
Un par de meses atrás se había anunciado la fusión de su compañía con otra del sector, mediante un mensaje optimista y positivo para los mercados, al tiempo que pretendidamente tranquilizador para los empleados y directivos de ambas empresas, cosa nada fácil de compatibilizar, por cierto. Al igual que la mayoría de los ejecutivos, Héctor esperaba con cierta inquietud la definición de la nueva estructura directiva integrada, la que resultaba de la fusión. Aquella mañana quedarían, por fin, despejadas las dudas. Se acabaron las quinielas y los rumores. El nuevo organigrama de primer nivel, uno de los secretos mejor guardados, vería de una vez la luz.
Mientras conducía hacia su oficina recibió una llamada. Alguien cercano le daba la sorpresa. La intranet acababa de hacer público el organigrama del equipo directivo que pilotaría la primera fase de la integración. Su puesto sería ocupado por otra persona a quien, al parecer, él pasaría a reportar, eso sí, con funciones reducidas. La noticia cayó a plomo sobre Héctor, no tanto por el hecho en sí —al fin y al cabo, era una de las consecuencias habituales de esas trituradoras irracionales de personas que suelen ser las fusiones—, sino por la cruel e impresentable forma de enterarse. Después de tanto esfuerzo y compromiso, de un trozo de vida entregada y logros tan celebrados, sentía de repente que todo se iba al traste. Al final, decidió no aceptar lo que le propusieron y marcharse, anteponiendo su progreso de carrera a la comodidad del conformismo.
Ha pasado mucho tiempo desde aquella mañana. La herida provocada por la forma en que recibió la noticia se cerró muy pronto, pero el recuerdo permaneció imborrable desde entonces, tan nítido como si fuera ayer. Traigo este ejemplo como prólogo ilustrativo de algo que los neurólogos han demostrado hace tiempo. La conexión entre el hipocampo y la amígdala de nuestro cerebro hace que la información que se adquiere emocionalmente se recuerde de forma muy diferente que la adquirida de manera neutra. Nuestra llamada "memoria emocional" tiene una enorme capacidad para formar y consolidar recuerdos duraderos, y hacerlo además de forma extremadamente rápida y sencilla. Tanto si los impactos emocionales son positivos como negativos, la huella que producen es tan profunda como su perdurabilidad, como bien podremos comprobar al recordar nuestras vivencias de uno y otro tipo. Si en nuestras relaciones interpersonales deberíamos tener esto muy en cuenta, para un buen líder debería ser parte de su ADN en materia de gestión de personas.
Pero no es fácil borrar de un plumazo varios siglos de racionalismo predominante. La mayoría de las metodologías corporativas y las dinámicas organizativas en el mundo del trabajo se construyeron sobre postulados puramente racionales. Durante décadas, el simple hecho de aludir al aspecto emocional en el ámbito empresarial era considerado como algo naíf, secundario e incluso inapropiado. Solo desde los últimos 20 o 30 años un puñado de psicólogos, psiquiatras o neurólogos han puesto el dedo en la llaga sobre la importancia crítica de la gestión emocional como capacidad sustancial para alcanzar el éxito en el entorno profesional, además de lograr la plenitud personal. Como el neurocientífico portugués Antonio Damasio, Premio Príncipe de Asturias, que ha profundizado en el estudio de los sistemas neuronales relacionados con la memoria o las emociones. En su recomendable 'El error de Descartes', para quienes les interese el tema, demostraba la conexión entre cuerpo y mente, entre racionalidad y emocionalidad y, por tanto, la "participación obligada de las emociones en el proceso de razonamiento". Por cierto, especialmente reveladora e impactante es su alusión al más famoso personaje de las neurociencias, la increíble historia de Phineas Gage.
Coincido en que son las emociones las que condicionan muchas de las decisiones que tomamos, aunque luego las justifiquemos con las razones. Y es positivo que se vayan dedicando más recursos, aunque tímidamente aún, a ayudar a adquirir conciencia de estos aspectos a quienes ocupan posiciones de liderazgo o aspiran a hacerlo. Recuerdo los primeros talleres sobre inteligencia emocional en el seno de las empresas, y a los participantes que asistían a ellos con una mezcla de curiosidad y escepticismo. Afortunadamente, las cosas han evolucionado para bien, aunque en una medida demasiado escasa, al menos a la vista —o más bien al oído— de lo que cuentan algunos profesionales al hablar de sus experiencias.
Seguro que habrán escuchado, igual que yo, casos de faltas de respeto, ausencia de empatía, trato indigno o malas formas, que no se olvidan fácilmente. Quienes actúan con este tipo de comportamientos, aunque sean ocasionales o motivados por pérdidas momentáneas de autocontrol, pueden no ser conscientes de la huella emocional que dejan en los demás y de sus consecuencias a largo plazo.
Es frecuente escuchar cómo se resumen las malas vivencias profesionales de manera tan sucinta, tan lapidaria. El miedo, el menosprecio o la inseguridad, cuando se han sentido, son el poso que al final queda como epílogo de una mala experiencia, y que eclipsa todo lo demás. Equilibrar la balanza cuando esto se produce es una labor titánica. Restaurar la ruptura afectiva con quien los ha generado es muy difícil, sobre todo si esta persona no es consciente de ello, ni percibe sus efectos, ni intenta corregirlo.
Hasta las peores noticias dadas con las mejores formas cambiarían sustancialmente el recuerdo de ellas. Ahora que tanto énfasis se hace en los famosos 'Customer Experience' y 'Customer Journey' —esos momentos de la verdad en los que las empresas se la juegan con sus clientes, que juzgan cuánto de recomendable ha sido su experiencia, 'NPS' o 'Net Promoter Score'–, no estaría de más aplicar el parche también hacia dentro de las organizaciones. No es posible generar experiencias positivas en los clientes si los empleados no las viven a su vez como positivas en su día a día, es decir, si su NPS no es también elevado. Y, además de medirlo, hay que actuar en consecuencia, que es lo importante.
El liderazgo de hoy tendría que ser consciente de todas estas consideraciones. Porque, podemos olvidar lo que nos dijeron —y lo hacemos a menudo—. Podemos olvidar lo que nos hicieron —también lo hacemos bastante—. Pero difícilmente olvidamos cómo nos hicieron sentir. ¿Qué huella emocional le gustaría dejar, como líder, en sus colaboradores? Nunca es tarde para preguntárselo a sí mismo. Estas Fiestas, tan llenas de emotividad, pueden ser un momento propicio para ello. Mientras tanto, les deseo una muy Feliz Navidad.
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