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Acertar en las decisiones que afectan a las personas me ha parecido siempre bastante difícil. Piense en la última vez que tuvo que decidir, por ejemplo, a quién seleccionar como colaborador entre los diferentes candidatos que tenía disponibles. Probablemente, los criterios que aplicó a la hora de valorar a esa persona fueron, entre otros, la experiencia adquirida, los resultados conseguidos, las habilidades demostradas o los conocimientos aprendidos. Cuando, además, entre los diferentes candidatos hay que optar entre unos que son conocidos junto a otros que están por conocer, la balanza suele decantarse a favor de los primeros o al menos se les otorga una ligera ventaja de partida.
Hasta ahí parecería lógico, incluso sería recomendable, que la elección recayera en un candidato conocido interno, frente a otro que no forma parte de la organización. Con ello, conseguimos favorecer la carrera profesional y transmitimos un mensaje positivo hacia dentro, que alienta el interés por el desarrollo. Pero, por otro lado, no siempre es posible encontrar candidatos idóneos con el perfil adecuado, e incluso en ocasiones puede ser aconsejable incorporar a alguien del exterior, que traiga un bagaje generado en entornos diferentes y pueda enriquecer o reforzar a los de dentro, o bien servirles de estímulo o revulsivo.
En cualquier caso, si hablamos de personas que son conocidas -se trate de alguien interno o externo-, lo que a veces sorprende es el excesivo énfasis que se da a un criterio adicional a los anteriores y que, siendo importante, pienso que no debería ser considerado de manera tan determinante. Me refiero a la lealtad.
Pero no a la deseable que debe exigirse en el futuro a quien se incorpora a un nuevo puesto, sino a la interesada lealtad previa demostrada por el candidato al jefe que le elige.
No seré yo quien cuestione su importancia en el trabajo, desde luego. La lealtad o fidelidad hacia la organización a la que se sirve y hacia sus dirigentes es un rasgo demostrativo de buena fe y una condición necesaria en cualquier relación laboral sana, cuya ausencia puede constituir incluso una justa causa para el despido, llegados a un extremo.
Lo que me parece más cuestionable es el hecho de considerar la lealtad demostrada como una ventaja frente a otros criterios profesionales de idoneidad y ajuste al perfil que buscamos. Hay muchas formas de agradecer la fidelidad prestada en el pasado.
Pero creo que la mejor no es promocionar, por ejemplo, a quien nos ha sido leal, por el simple hecho de haberlo sido, a un puesto cuya responsabilidad le queda grande. Desde luego nos aseguraremos la fidelidad eterna y, en este caso, reforzada, de alguien mediocre.
Pero podremos perder con ello una magnífica ocasión de elegir a otro candidato que hubiera estado más y mejor cualificado.
Además, ¿por qué suponemos que un profesional que no conocemos va a ser menos leal en el futuro que los que ya lo han sido?
Rodearse del mejor talento posible es una muestra de inteligencia; el talento atrae al talento. Un colega me dijo un día que a él le gustaba contratar profesionales que pudieran llegar a ser su jefe. No es mala práctica, desde luego. Por el contrario, rodearse de una cohorte de leales que aseguren una fidelidad interesada o basada en puro clientelismo, sin considerar demasiado sus capacidades, demuestra desconfianza, inseguridad y una pobreza de miras nada recomendables.
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