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El término "interés" es una de esas palabras polisémicas, con varios significados, que abundan en nuestro idioma. Así, decimos que algo tiene interés cuando llama nuestra atención, es atractivo, valioso o importante. También aludimos al interés para mencionar los rendimientos que genera nuestro dinero, o lo que pagamos al banco cuando es él quien nos lo presta. O sea, que si hablamos, por ejemplo, de "un tipo de interés", nos podemos estar refiriendo a Bill Gates o a un 4,25% TAE, todo depende del contexto. Hoy me centraré en otro de los sentidos del vocablo, tomando prestado el título de don Jacinto Benavente para censurar lo que representa en su acepción más negativa. Me estoy refiriendo al interés del interesado, aquél a quien sólo mueve la obtención de un provecho material y que se caracteriza por algunas lindezas como las siguientes.
Las relaciones humanas tienen a veces fines comerciales o de negocio. Pretendemos influir en la voluntad de otros para que nos ayuden a conseguir algo. Pero lo ideal es que se planteen como relaciones transaccionales, en las que haya un equilibrio satisfactorio por interés mutuo: yo te doy, tú me das; yo te ayudo, tú me ayudas. Se trata de generar una reciprocidad deseable que facilite la estabilidad en la relación y, por tanto, su continuidad a largo plazo. Esto no siempre es evidente. A veces se produce un desequilibrio en el que una de las partes tiene la molesta sensación de que sistemáticamente está poniendo más carne en el asador que la otra. Se siente objeto de abuso, de que el otro se aprovecha con el único fin de obtener beneficio propio. A partir de ahí surge la desconfianza y el recelo, la relación se deteriora y se enfría, cuando no se rompe para siempre.
Otro aspecto del interesado es su hipocresía. ¿Ha notado alguna vez que alguien se relacionaba con usted exclusivamente por interés? Probablemente no guarde buen recuerdo. Con palabras falsas y vanas su adulador le hace ver que es la persona más importante del mundo aunque, eso sí, sólo hasta que consiga lo que se propone.
La pretendida amistad en estos casos no es más que una relación superficial y hueca, basada únicamente en sacarle el máximo, en exprimirle todo lo posible, pues lo que importa de las personas es sólo cuánto puede extraerse de ellas. Por eso dejan de importar cuando ya no tienen aquello que nos interesa. Y lo peor es que quien así actúa en la esfera profesional, es muy probable que también lo haga en su vida personal.
Plantear las relaciones humanas desde la pura conveniencia interesada es, entre otras cosas, de una pobreza descorazonadora. Aunque el objetivo se consiga, se trata de un éxito efímero y vacío que deja cuando se marcha un sabor agridulce. En cambio, conocer a otras personas e interesarse por ellas proporciona una de las mejores oportunidades de aprendizaje en la vida. Profundizar en las relaciones humanas con sinceridad y espíritu de ayuda desinteresada es una muestra de generosidad encomiable e inteligente, que tiene su premio a la larga. Atraerá hacia nosotros a quienes valoren unas relaciones profesionales más humanizadas, plenas y éticas. Haremos negocios con quienes de verdad merece la pena.
Y, además, seremos más felices.
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