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Muchos de ustedes lo habrán vivido, o quizás lo habrán de experimentar en el futuro. Los periodos de transición en una carrera profesional son cada día más frecuentes. En una reciente presentación de la consultora Hay Group se decía que nuestros hijos cambiarán de empleo o actividad a lo largo de su vida unas 15 veces más de lo que lo hicieron nuestros padres. En algunas ocasiones serán meros cambios de trabajo o de puesto, en otras, se tratará de reorientaciones más profundas, acompañadas por auténticas transformaciones personales como el caso de Paul Gauguin, quien dejó su acomodada vida parisina como agente de cambio y bolsa para dedicarse por entero a la pintura, y terminar sus días bajo la luz y el color de la Polinesia.
Sin llegar a tales extremos, la reorientación de carrera puede estar ocasionada por una decisión personal, firme y meditada, pero también por circunstancias que nos empujen a ello. A veces será la pérdida del empleo, tan frecuente en estos días, lo que nos lleve a plantearnos nuevos derroteros. Otras, la insatisfacción de sentirnos profundamente desmotivados, o de necesitar algo distinto que nos devuelva la plenitud y el entusiasmo. En cualquier caso, es un considerable generador de ansiedad. Remueve nuestro interior, provoca reflexión, dudas y miedos. Nos lleva de la euforia al pesimismo, en una especie de montaña rusa emocional que altera nuestro comportamiento y relaciones con los demás e, indudablemente, requiere una buena dosis de valentía.
Uno de los miedos más frecuentes en los periodos de transición es el de perder la identidad por la que somos reconocidos y que a veces se adueña de nosotros. Nos comprometemos tanto con la compañía para la que trabajamos que terminamos pensando que no somos más que una prolongación de ella. Tememos caer en una especie de anonimato, una vez huérfanos del paraguas que nos cobija y vincula, por el que profesamos una arraigada y orgullosa sensación de pertenencia. Tememos que nuestra identidad profesional quede difuminada, disuelta como un azucarillo, una vez desprovistos del manto protector que creemos da sentido a nuestra vida. No hablo de la inseguridad de perder temporalmente los ingresos fijos, sino del error de creer que nuestra valía viene dada por nuestra posición, por el hecho de estar donde estamos y no de ser lo que somos.
La reputación profesional va con cada uno de nosotros y es resultado de lo que hemos sido capaces de hacer y aprender en nuestra trayectoria.
Recogemos los frutos que sembramos y no otros, al menos a la larga. Haber conseguido logros valiosos, mejorado nuestras habilidades, y actuado coherentemente con arreglo a unos valores, es un activo que nos acompañará de por vida. El verdadero reconocimiento externo viene dado por lo que hemos consolidado en nuestro bagaje profesional, y no sólo por una determinada posición ocupada temporalmente.
Además, la convicción en nuestras propias capacidades representa un indudable atractivo para otras empresas. Hay que perder el miedo a unas transiciones de carrera cada día más frecuentes.
Es necesario ganar en autoconfianza y tener un sentido ponderado y realista de nuestro valor individual. Un valor estimado en su justa medida por las empresas que dejamos, por cierto. Como dice mi amigo Fer, no es más grande el que más espacio ocupa, sino el que más vacío deja cuando se va.
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