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Aquel filósofo era un tipo con indudable sentido del humor. En el buzón de voz de su teléfono tenía grabada la siguiente locución: “En este momento no puedo atenderle. Por favor, responda a las siguientes preguntas: quién es usted y qué quiere. Y tenga en cuenta que hay personas que necesitan toda una vida para saberlo”.
Más allá de lo cómico del mensaje —que siempre es buena manera de comenzar el curso—, quizá nuestro filósofo debió inspirarse en uno de los preceptos morales grabados en el Templo de Apolo en Delfos, emanados de los siete sabios de Grecia, nada menos. Uno de los más visibles y que figura en su frontón, es el famosísimo “Conócete a ti mismo”, sujeto a diversas interpretaciones a lo largo de la historia.
Para algunos clásicos, se trataba de un requisito previo según el cual el hombre debía aprender a conocerse a sí mismo, antes de adentrarse en el conocimiento de la mitología y los dioses. Para otros, el precepto aconsejaba mirarse hacia dentro primero, antes de afanarse en hacerlo hacia los demás. En todo caso, la sentencia, que usa el tiempo verbal imperativo, supone toda una invocación a la filosofía por medio de la introspección. Es una saludable y prudente recomendación de mirarnos a nosotros antes de juzgar a los demás, y también una llamada a hacernos las grandes preguntas acerca de nuestro lugar en el mundo, algo tan necesario hoy como en la Grecia de Platón.
Las personas que consiguen tener un buen conocimiento de sí mismas están en mejor posición para tener éxito en la vida, entendiendo por éxito el hecho de conseguir una de las mayores aspiraciones humanas, que no es otra que la de ser feliz durante el mayor tiempo posible de nuestra existencia. No es casual, por ello, que el autoconocimiento sea el primero de los rasgos identificativos de la inteligencia emocional que Goleman conceptualizó. Desde la autoconsciencia nos colocamos en una adecuada disposición para después gestionar nuestras emociones y también nuestras relaciones con los demás de una manera más eficaz.
Si tuviéramos una idea real y fidedigna de nosotros mismos, esta debería coincidir con la percepción ajena mayoritaria. Por desgracia, frecuentemente no es del todo así. La disonancia entre la idea que tenemos de nosotros mismos y la que tienen los demás es bastante habitual y, cuando se produce, entorpece y dificulta las relaciones con el entorno. Para ayudar a resolverlas se inventaron herramientas y metodologías —como el Feedback 360º o el tan manoseado 'coaching'—, que nos confrontan con la realidad, nos facilitan adquirir conciencia de nuestras actuaciones y de su impacto en los demás, y a partir de ahí mejorar lo necesario.
Pues bien, este verano he repasado un libro de hace algunos años que abunda en esta sutil materia del autoconocimiento. Se trata de todo un ejemplo de cómo abordar cosas sencillas, extraer de ellas conclusiones útiles, conceptualizarlas y terminar elevándolas al nivel de categoría, todo un arte. Ken Robinson hace algo de eso en 'El elemento', un estado que, según él, alcanzan aquellos afortunados que consiguen en sus vidas descubrir por un lado lo que de verdad les apasiona, y por otro cuáles son sus mayores habilidades, aquello que son capaces de hacer realmente bien. 'Descubrir tu pasión lo cambia todo', es el sugerente subtítulo de la edición española, que huele un poco a esos manuales de autoayuda en cuyos brazos echarse en busca de un revulsivo vital. Me sonaba a algo parecido al “yes we can” de Obama, en este caso orientado a liberar el potencial del americano medio, a explorar sus insospechadas capacidades extraordinarias, aflorarlas y ponerlas en acción. En el país de las oportunidades, donde todo es posible, este mensaje se vende solo.
Pero reconozco que mis prejuicios iniciales disminuyeron con su lectura. El libro tiene cosas aprovechables para hacernos pensar, más allá del uso excesivo de casos reales que ilustran los mensajes. Sabe traer a lógica colación teorías existentes sobre la inteligencia y su medición, la creatividad, la personalidad, las relaciones humanas, incluso algo de historia del pensamiento, con multitud de citas y autores que, aunque puedan sonar a refrito, resultarán didácticas para quien tenga inquietudes al respecto.
Como resumen, quedan un par de ideas tan sencillas como ciertas, que de puro obvio pasamos por alto en nuestra vida más de la cuenta. La primera es que encontrar lo que de verdad nos entusiasma no es tarea nada fácil. Puede costar años —incluso toda una vida, como decía nuestro filósofo del comienzo en su locución telefónica—. De hecho, hay muchísimas cosas que nunca siquiera conoceremos; menos aún las experimentaremos o nos apasionaremos con ellas.
La segunda es que descubrir aquello en lo que somos realmente buenos, mejores que la mayoría, tampoco es nada fácil, por evidente que parezca. Tener un diagnóstico certero de nuestras mejores habilidades requiere un largo proceso de experimentación y aprendizaje que lleva su tiempo. Estoy seguro de que muchas personas se mueren sin saberlo del todo.
Y por supuesto si, una vez descubiertas ambas cosas, podemos unirlas en nuestra dedicación —al menos durante buena parte de nuestro tiempo—, incluso hacerlo profesionalmente, pues el círculo virtuoso se cierra y, 'voilà!', henos aquí felices. Tiene tanta lógica que podría aconsejarlo cualquier abuela a su nieto, ya sea en un pueblo de Castilla o en una granja de Iowa.
En fin, podría trivializar y desdeñar estas reflexiones por ser demasiado naífs. Pero la cosa tiene su miga, hay que reconocerlo. Ahora que volvemos de vacaciones y regresamos a nuestras rutinas, ¿cuántos de ustedes disfrutan de verdad con lo que hacen y experimentan a menudo esa sensación de plenitud y fluidez tan satisfactoria? ¿Les ocurre en el trabajo, en sus aficiones, en su tiempo de ocio? ¿Y cuántos conocen de verdad aquello que hacen estupendamente bien, en lo que destacan claramente sobre el resto y son reconocidos por ello?
Para responder a estas preguntas hay dos condicionantes previos. Por un lado, como decíamos, la posesión de un excelente y fidedigno autoconocimiento. Por otro, la respuesta dependerá de la magnitud que tenga su universo de cosas conocidas y experimentadas. A medida que este universo se amplíe, las posibilidades de encontrar más respuestas a las citadas preguntas —y otras parecidas— también se ampliarán.
Y, como colofón, ampliar el universo de lo que conocemos para descubrir lo que realmente nos entusiasma y también lo que somos capaces de hacer excelentemente, va a depender en última instancia de nuestra motivación para explorar, expandirnos y progresar. Este deseo expansivo varía mucho entre las personas. Muchas no sienten demasiado esa vocación, mezcla de curiosidad y de ambición. Una pena, porque no son conscientes de lo que se pueden estar perdiendo. Si a eso le sumas el paso de los años, este deseo debería convertirse en urgencia. Alguien dijo que envejecemos cuando el peso de nuestros recuerdos es mayor que el de nuestros proyectos. Así es que yo les deseo, de momento, un nuevo curso lleno de nuevos proyectos.
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