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Los seres humanos tenemos motivaciones variopintas acerca de nuestro papel en este mundo. Nuestros fines, deseos y necesidades últimas son diferentes y nos caracterizan como individuos únicos e irrepetibles. Una vez cubiertas las necesidades fisiológicas, las de seguridad y las afectivas, en los dos últimos peldaños de la famosa pirámide de Maslow encontramos la estima -propia y ajena- y la auto realización.
El trabajo afecta directamente a estas dos últimas necesidades, al ocupar una parte muy importante de nuestras vidas. Más allá de satisfacer lo básico -ganar dinero-, impacta de lleno en nuestra autoestima, pues nos hace sentir útiles, fuertes y confiados en nuestras capacidades. Nos permite experimentar la sensación de logro, elemento clave para la motivación. Y nos obsequia -deseablemente- con el reconocimiento ajeno, que nos hace sentir apreciados y respetados, gozar de buena reputación, prestigio e incluso fama, en determinados casos.
Junto a la estima, en la cúspide de la pirámide encontramos la auto realización, aquello que justifica y da sentido a nuestra existencia, un componente sustancial de nuestra felicidad, que depende bastante de nuestras actividades y ocupaciones. Abraham Maslow resumía la auto realización de una forma sencilla: “lo que una persona puede ser, lo debe ser”, y añadía a continuación “si deliberadamente planeáis ser menos de lo que sois capaces de ser, os prevengo que seréis profundamente infelices para el resto de vuestros días”. La frase se las trae, no me lo negarán. Todo un reto sobre el que pensar.
Pero ¿cómo medimos si el trabajo nos está ayudando de verdad a a cubrir estas dos necesidades más elevadas? ¿Cómo valorar si lo que hacemos y cómo lo hacemos nos genera reconocimiento -propio y ajeno-, y sensación de auto realización? En las carreras profesionales, una fórmula tradicional de medir el progreso es llegar a ser jefe y tener personas a cargo, cuantas más, mejor. Se asocia el progreso profesional al ascenso en la escala jerárquica de mando. Por eso, muchos profesionales han puesto el foco en conseguir tener cada vez más empleados reportándoles. Como consecuencia, perder la condición de jefe en las organizaciones se percibe como una democión, un trago difícil de asimilar que menoscaba la autoestima.
Pero esto tiene cada día menos sentido. El mundo está cambiando a velocidad de vértigo y las reglas de juego en las organizaciones, también. Se puede ser tremendamente valioso sin necesidad de tener un gran ejército de profesionales debajo. Y también se puede dejar de ser jefe sin hundir la carrera profesional, como escribía el coach ejecutivo Nihar Chhaya en el último número de la Harvard Business Review. La pandemia también ha acelerado las nuevas opciones de vinculación profesional, las formas más flexibles de contribuir, aportando valor, más allá de las tradicionales.
De hecho, si algo se valora especialmente en los puestos de responsabilidad es la capacidad de influencia, como sabemos bien quienes nos dedicamos al liderazgo y la búsqueda de directivos. Se buscan personas con auctoritas más que con potestas, que tengan estatura -como decía un colega-, que sean respetados y reconocidos por sus capacidades, que consigan influir en los demás, persuadir y convencer. Es mucho más valioso y difícil conseguir que quienes no te reportan jerárquicamente hagan lo que tienen que hacer, porque quieran hacerlo, que lograrlo a base de apelar al famoso artículo primero: “el jefe es el jefe”.
El poder del ordeno y mando y del control está en horas bajas. Buen ejemplo de ello son los millenials, que necesitan entender la lógica de lo que hacen y no están dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Jóvenes con motivaciones distintas que las de convertirse en jefe de sus compañeros, como me contaba el presidente de una exitosa compañía de dispositivos médicos hace unas semanas. El estupendo ambiente de trabajo entre sus cualificados empleados está provocando que ninguno de ellos quiera pasar a ser jefe de los demás, para no deteriorar sus amistosas relaciones. Y tampoco les resulta nada atractivo asumir un rol de más responsabilidad, con lo que ello implica, a cambio de unas condiciones económicas solo algo mejores.
Por otro lado, se puede seguir progresando en la carrera después de haber sido jefe. La labor como contribuidor individual puede ser igual de gratificante y generar tanta o más autoestima y auto realización. Asesores, consejeros, consultores, investigadores, emprendedores, docentes, mentores o coaches, hay un larguísimo etcétera de ocupaciones en el entorno organizacional que apenas requieren equipo a cargo y resultan de lo más apreciadas.
El liderazgo por influencia no solo se manifiesta en posiciones de mando. Se trata de inspirar e influenciar, crear opinión, sentar criterio, generar confianza en los demás y hacerles sentir importantes sin necesidad de ser su jefe, algo que es oro puro para las organizaciones. Y también lo es para los profesionales, pues supone toda una excelente manera de acercarse a la cúspide de la pirámide de Maslow, allí donde nuestras ocupaciones encuentran su verdadero sentido.
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