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Dos aldeanos pugnaban por la propiedad de una vaca. Ante la imposibilidad de llegar a un acuerdo, acudieron a un abogado. Entraron por separado al despacho del letrado. El primero de ellos argumentaba que la vaca nació en su propiedad y, por tanto, era suya. "Efectivamente", contestó el leguleyo, "ése es uno de los criterios que han de considerarse, el lugar de nacimiento. Váyase tranquilo, que lleva usted razón en sus pretensiones". El segundo alegó que la vaca había vivido los tres últimos años en su prado, y allí había engordado. "Pues claro, amigo, cómo no se ha de tener en cuenta el lugar donde la vaca adquirió su peso y envergadura. Esa vaca tiene muchísimas posibilidades de que al final sea suya", le dijo. Una vez se habían marchado ambos aldeanos, la esposa, que presenció ambas conversaciones, le increpó: "¡Parece mentira, cómo puedes decirles a los dos que llevan la razón!" "Pero mujer, no seas ingenua" -respondió el marido-, "si esa vaca al final será para ti!"
Contábamos este chiste entre estudiantes de Derecho, como una buena manera de reírnos de nosotros y de la profesión a la que aspirábamos. Y es que, qué fácil es decirle a alguien aquello que espera oír, darle la razón. Nada como regalar el oído, agradar, reforzar los argumentos de nuestro interlocutor y con ello sus convicciones, e incluso a veces hasta su propia estima. Nos sentimos reconfortados y satisfechos. El problema viene cuando lo que decimos tiene la finalidad de agradar, de dar la razón, independientemente de lo que pensemos o sintamos en relación al asunto. O lo que es peor, cuando decimos justo lo contrario de lo que pensamos.
En una ocasión, escuché a un directivo referirse a su organización como de ambiente "versallesco". Personas que eluden el conflicto, aunque sólo sea de opiniones, para evitar situaciones tensas. ¿Cuántas decisiones se habrán tomado sin contrastar los puntos de vista de los discrepantes? ¿Cuántos discrepantes habrán callado para evitar el desgaste y el mal trago de manifestar abiertamente desavenencias? Si frecuentemente escuchamos aquello que queremos de quienes nos rodean, encendamos una luz de alerta y desconfianza; o no siempre será verdad o no será sincero. El exceso de adulación o el "encantador de serpientes" puede estar merodeándonos en las relaciones interpersonales en la empresa.
No quisiera provocar el efecto contrario y encumbrar a los "rebeldes sin causa" como modelos a seguir. Como todo en la vida, los extremos son desaconsejables. Ni caer en el seguidismo a ciegas con tal de no contrariar al jefe o al colega, ni tampoco convertirse en el resistente numantino que se opone por norma a las propuestas ajenas. Del contraste de opiniones, de la diversidad, surgen ideas y decisiones productivas y eficaces. El consenso es un valor en sí mismo, sobre todo si se produce tras una negociación en la que ambas partes ceden, pero no a costa de traicionar la sinceridad y la integridad.
Cuando se dice "no" hay que hacerlo con firmeza aunque también con asertividad y empatía. Evitarlo no soluciona nada y puede crear más problemas de los que se pretenden resolver eludiendo el posible enfrentamiento. Escuché hace años una frase en un curso de liderazgo: "Cuando dos personas en una empresa siempre están de acuerdo en todo, una de las dos está de más", provocadora, aunque muy elocuente y motivo para la reflexión.
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