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Sus caras eran un poema. Miles de viajeros indignados exhibían su rabia imprecando contra los controladores aéreos y, por extensión, contra Aena, el Gobierno o el mismo presidente. Muchos prepararon con esmero pequeñas escapadas para huir de esta crisis rutinaria y tozuda que insiste en acompañarnos. Quizás habrían ahorrado el sueldo de meses para invertirlo en un paréntesis reparador. De repente, los planes se derrumbaron como un castillo de naipes. Entre un mar de confusión, un trasiego de gente desconcertada peregrinaba por aeropuertos colapsados formando largas colas frente a mostradores impotentes. Ataques de ira impregnados de frustración, más que comprensibles. Y todo porque un puñado de personas han faltado ese día a su turno de trabajo.
Entre los testimonios, una señora latinoamericana con exquisita educación nos recuerda que nuestro presunto Primer Mundo no queda tan lejos del tercero, a la vista de lo sucedido. Cura de humildad para el españolito medio que vivía en un país rico donde estas cosas no pasaban. Al final, la vulnerabilidad de nuestros servicios públicos depende de factores humanos. Y en ese terreno comenzamos a igualarnos. No importa el origen, la raza o la cultura. Al final se trata de personas. Son ellas las que han de manejar en última instancia sistemas tan complejos como los que hacen posible el vuelo de los aviones o los que regulan su tráfico, creados para hacernos la vida más fácil, cómoda y avanzada.
La mayoría coincide en lo injustificado de las reivindicaciones que laten en el fondo del asunto. No perderé el tiempo en ello, los periódicos han ilustrado ampliamente y cada uno tendrá su opinión. Pero el menor atisbo de razón queda rotundamente desacreditado en el fondo por tan impresentable manera en la forma. La dignidad y el código ético inherente a todo profesional resulta especialmente exigible a quienes desempeñan servicios públicos tan esenciales para la comunidad. Actuar por sorpresa contra los ciudadanos, por muy contrariados que les dejara el ya famoso decreto regulador del viernes de autos, es de una vileza incalificable.
La chapuza o el profesionalismo, el capricho o el rigor, la frivolidad o la seriedad en el desempeño de sus funciones a la sociedad, convierten a un país en orgulloso o avergonzado de sus servidores públicos, y con ello de su imagen y autoestima. Algo de lo que, francamente, no vamos sobrados. Será que "a perro flaco todo son pulgas". El remedio temporal, la contundente militarización y el estado de alarma, -figura Constitucional inédita-, resuelven de momento el problema pero dejan el terreno embarrado para la negociación imprescindible. Por ahora, unos servidores públicos hacen cumplir a otros con su obligación, un plato nada agradable, como tantos otros, para nuestros sufridos militares. Pero para el futuro se abre una incógnita de consecuencias imprevisibles.
Este lamentable episodio merece plantear el dilema público-privado en la gestión aeroportuaria y de la navegación aérea. Sin fundamentalismos ideológicos trasnochados, es evidente que someterse a una cuenta de resultados pone las pilas al más pintado y orienta hacia la eficacia y productividad. Y si no, que se lo pregunten a tantos esforzados directivos de empresas privadas, sometidos al estado de alarma que supone incumplir compromisos con clientes, accionistas e inversores. Y además, no se juegan el puesto cada cuatro años, como otros, sino cada día.
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