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Parecía estar de capa caída, se hablaba poco de ella. Cuando se la mencionaba era más bien a hurtadillas, sin alzar demasiado la voz. Solía asociarse a elitismo o exclusividad, coto privado de los elegidos, muy alejada de los pontificados igualitarios al uso, mucho más en boga. Referirse a la excelencia rezumaba un tufillo insolidario, al apuntar a un club selecto de acceso muy limitado. En su lugar, se fomentaba la uniformidad, la tabla rasa, más neutra y menos comprometedora que la diferenciación. Los ejemplos ilustrativos se encuentran en abundancia, bien repartidos. En el mundo de la educación, destacar a los mejores estudiantes se consideraba contracultural y discriminatorio. Pasar de curso en la enseñanza secundaria era un juego de niños, nunca mejor dicho, con el fin de evitar una tasa de abandono escolar, aún así alarmante. En la universidad, algunos estudiantes becados podían perfectamente acabar la carrera a trompicones, con un expediente académico más que raspado, sin que ello fuera óbice para perder su asignación.
A fuerza de desterrar la excelencia hemos encumbrado la mediocridad. Por ejemplo, crear un bachillerato de excelencia en Madrid para los mejores estudiantes fue una idea recibida con recelos por algunos. No hay que crear castas, decían; «mejor todos iguales»… de mediocres, podríamos añadir. Afortunadamente, parece que el nuevo Ministerio de Educación se pone manos a la obra. No le faltará el trabajo. Quiere primar la excelencia en el esfuerzo y en los resultados para ser merecedor, por ejemplo, de una beca universitaria. Más dinero público para los mejores estudiantes, como criterio principal de concesión. Las cosas empiezan a cambiar en los discursos y en las acciones, que buena falta nos hace.
Nuestra sociedad debería enorgullecerse de quienes son capaces de destacar en cualquiera de los órdenes profesionales, artísticos o deportivos. La excelencia tendría que ser el camino deseado, el que mostráramos a las nuevas generaciones como aspiración. El reconocimiento social y público a lo excelente habría de ser un incentivo que todos quisiéramos alcanzar.
Aunque pueda ser confundida erróneamente con la genialidad, la excelencia, en cambio, está al alcance de cualquiera. No importa cuál sea el tipo de trabajo. Siempre existe un largo y generoso recorrido para la mejora. La diferencia entre hacer las cosas bien o mal, con esfuerzo o con desgana, con interés o abulia, marca una distancia a veces considerable, que es percibida fácilmente por los demás, especialmente en el interior de las organizaciones para las que trabajamos.
En plena polémica sobre la facilidad y el coste del despido, la mejor protección para cualquier empleado reside en hacer su trabajo lo mejor posible. Esta es una condición necesaria, aunque desgraciadamente no siempre sea suficiente para mantener el empleo en momentos de crisis severa. Lo que las buenas empresas buscan e intentan fidelizar, con carácter general, son personas comprometidas con el alto rendimiento, que aspiren a mejorar cada día en su trabajo, profesionales que muestren un interés verdadero por esforzarse y aprender. Y de paso, con ello, desarrollarse y adquirir un sentido de plenitud y motivación en sus vidas.
Necesitamos urgentemente rescatar la excelencia y ensalzarla. Quienes la persiguen con tesón deberían constituir un referente y ser imitados, como auténticos depositarios de un valor social encomiable frente a la cultura igualitaria malentendida de los mediocres.
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