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Cada vez que cambia el Gobierno de España hay un desfile de altos cargos y directivos que salen y entran como si estuviéramos en el metro. Además del obligado cambio de ministros, tenemos un trajín de secretarios de Estado, subsecretarios, directores y hasta subdirectores generales que no deja títere con cabeza. Y esto ocurre incluso en circunstancias tan excepcionales como las que llevaron al último cambio de Gobierno para una legislatura tan reducida como la actual. La lealtad demostrada, la confianza e incluso la adscripción ideológica o partidaria pasan a considerarse requisitos principales para la elección de los nuevos dirigentes públicos. Parece mentira, con lo difícil que resulta entrar en la Administración por abajo —las temidas oposiciones—, y lo fácil que resulta en cambio entrar por arriba, eso sí, compartiendo solidariamente la suerte que corra quien te nombró.
Si nos vamos a las empresas públicas o participadas, los cambios también son la nota común y los requisitos que prevalecen, bastante parecidos. Como ejemplo, hace unos días me comentaba un directivo de una de ellas que su nuevo jefe les había transmitido la necesidad de "adaptar la estrategia de la empresa al programa político del nuevo gobierno", así, sin anestesia. Esta empresa opera en un mercado en competencia, que es lo que debería marcar sus prioridades estratégicas según la lógica empresarial, aunque supongo que estarán revisándolas para hacerlas compatibles con otro tipo de propósitos.
Las sustituciones periódicas, que ya se aceptan por nuestro sistema como algo rutinario y natural, provocan arranques de caballo y paradas de burro, que es lo que deben sentir muchos directivos, funcionarios y profesionales que, aguas abajo, ven lo que ocurre con los nuevos planes e iniciativas en cada ciclo, que son entusiastamente lanzados y frustrantemente paralizados poco después. Enfocarse así en el largo plazo es muy difícil, toda vez que los propósitos serán cuestionados por el nuevo entrante por el simple hecho de haber sido ideados, formulados o impulsados por quienes son leales a "los otros".
La lealtad ha de ponerse en relación con las capacidades. Sea cual sea el tipo de organización, pública o privada, empresarial o administrativa, a la hora de nombrar a una persona para una responsabilidad, el hecho de limitarse al pequeño universo de candidatos de lealtad probada —tengan o no la cualificación necesaria—, es un ejercicio miope. La lealtad es importante, por supuesto, al igual que la confianza y la buena fe, pero nunca deben sustituir, sino complementar a los requisitos básicos de cualquier decisión de nombramiento: las capacidades.
Sucumbir a la tentación de rodearse de conocidos y leales que trabajen a favor de la causa, no debería pasar por alto una valoración objetiva y profesional acerca de su verdadera adecuación al perfil necesario, que es lo que le va a permitir tener éxito en el desempeño de sus responsabilidades. En el dilema entre lealtad y capacidades, más frecuente de lo que parece, las segundas no deberían estar supeditadas a la primera.
Por otro lado, la lealtad debería serlo hacia la estrategia general fijada, hacia la organización en su conjunto y hacia el interés general, no hacia una persona en concreto, y mucho menos como agradecimiento a favores debidos. Debería haber otras formas de agradecer los servicios prestados que designando a alguien para una responsabilidad para la que no está capacitado, por mucho que forme parte de nuestra guardia pretoriana. Le hacemos un flaco favor a él mismo, cuya incapacidad terminará por dejarle en evidencia, y es un jarro de agua fría público y notorio para la organización o el equipo al que se incorpora.
Además, hay otro aspecto que no debemos pasar por alto. ¿Por qué ha de suponerse que la persona verdaderamente capacitada, aunque no sea conocida por quien o quienes la eligen, no va a ser leal y confiable? La lealtad y la confianza son atributos que se construyen y que caracterizan a los buenos profesionales, que lo tienen asumido como parte inherente a su responsabilidad y lo demuestran a lo largo de su trayectoria, algo que puede y debe ser comprobable.
Ya son suficientemente difíciles y exigentes las posiciones de liderazgo y gestión directiva como para relajar los requisitos que han de cumplir quienes han de ejercerlas. Empeñarse en elegir a un pavo para que se dedique a trepar es mucho más torpe que elegir a una ardilla.
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