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Las mejores empresas entienden que el rendimiento depende en gran medida de la motivación de sus empleados, que a su vez depende bastante de cómo lo hagan los líderes
Me gusta hacer esta pregunta en las entrevistas con candidatos a posiciones directivas. Si tu equipo pudiera, ¿te elegiría por votación como su jefe? Las reacciones suelen ser variadas, entre la incomodidad y la sorpresa reflejadas en la cara, ese espejo del alma, con un gesto que ya comienza a dar algunas pistas, a ojos de buen cubero. Podría pensarse que se trata de una pregunta ingenua, demasiado naif, pero no es inofensiva en absoluto; de hecho, las reacciones proporcionan una buena dosis de información.
Es una obviedad decir que las empresas -y otras organizaciones- no funcionan como las democracias representativas. En esas formas de gobierno, mayoritarias en el occidente desarrollado, las principales decisiones colectivas son adoptadas por los ciudadanos a la hora de elegir a sus representantes para que defiendan -teóricamente- el bien común, una vez ejerzan el poder.
La democracia es la menos mala de las formas de gobierno probadas hasta el momento, decía Churchill. Eso sí, añadía con su famosa sorna británica que “el mejor argumento en contra de la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio”. La cita no puede ser más políticamente incorrecta. En un sentido parecido se expresaba otro grande de la época, el Nobel Bernard Shaw, cuando dijo que “la democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos». Reconocerán conmigo que la frase es fantástica y, además, solo hay que echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar tanto su veracidad como su rabiosa actualidad.
Pero las empresas son otra cosa. Tienen unas reglas de juego bien diferentes a los de la democracia. En sus modelos de gobierno son los propietarios o sus representantes quienes designan a los líderes que las dirigen, cuando no son ellos mismos quienes ejercen el liderazgo, como en tantas empresas familiares. El poder se distribuye de arriba abajo y la toma de decisiones se comparte, hasta cierto punto, con quienes tienen mejor criterio, mayores capacidades o más información respecto al asunto a decidir.
Las empresas tienen la posibilidad y la libertad de ser una meritocracia, nadie se lo impide. Pueden designar a los más adecuados para cada posición, especialmente para las más críticas. La gestión del talento y el desarrollo del liderazgo son asuntos que se cuidan mucho en las más avanzadas, las que dedican más recursos a lo que de verdad más importa, que es rodearse de los mejores.
No voy a hacer comparaciones entre las empresas y las organizaciones de contenido político o público, pero no vendría mal un poco de mestizaje. A las entidades públicas, por ejemplo, les vendría de perlas fomentar la meritocracia y basar las designaciones para puestos directivos un poco más en la idoneidad, o sea, las capacidades y el mérito, y no tanto en la lealtad y la ideología.
A las empresas, por su parte, les vendría bien importar un poco de democracia, traducida en fomentar un estilo de liderazgo más participativo, que suponga tomar decisiones escuchando más a todo el que tenga algo interesante que decir, sin importar tanto la jerarquía del poder sino la del conocimiento y las ideas.
Idealmente, el verdadero liderazgo debería requerir que quien lo ostenta cuente con el mayor grado posible de adhesión y compromiso libre y voluntario de sus colaboradores. El seguimiento voluntario al líder permite a este ejercer mejor su principal misión que, según John Kotter, profesor de la Harvard Business School, “no es más que la actividad o proceso de influenciar a la gente para que se empeñe voluntariamente en el logro de los objetivos del grupo”.
En el fondo, la cualidad de líder viene determinada en buena medida por los seguidores. Algunos autores así lo defienden, al atribuir a los colaboradores el papel principal a la hora de determinar quién es realmente un líder y quién no lo es, aunque esté al frente de un grupo humano. Y uno debería saber cuándo su equipo le sigue porque quiere -e incluso le elegiría su líder si tuviera oportunidad de hacerlo-, o en cambio le sigue porque no le queda más remedio.
Hay directivos de gran astucia política que son unos genios del managing-up, es decir, de la gestión de sus jefes, a los que muestran su mejor cara y hacen la vida más fácil. En cambio, en el managing-down son terribles, cambian su comportamiento como del día a la noche y tienen a su gente quemada. Saben bien que nunca serían elegidos por sus equipos. Pero también saben que las empresas no son exactamente una democracia donde impere el sufragio universal precisamente, y sacan partido de ello.
No obstante, aunque las opiniones de los colaboradores no suelen ser las que aúpan o mantienen en sus puestos a sus jefes, cada vez se tienen más en cuenta, afortunadamente. De hecho, ayudamos a clientes a tomar decisiones al respecto, aprovechando la información de las mediciones de clima, los programas de "Feedback 360º" o las entrevistas de diagnóstico.
Las mejores empresas entienden que el rendimiento depende en gran medida de la motivación de sus empleados, que a su vez depende bastante de cómo lo hagan los líderes. Si quiere liderar eficazmente a un equipo de alto rendimiento comience por demostrar aquellos comportamientos que más les atrae. No crea que van a seguirle solo por su asombrosa capacidad intelectual o su extraordinaria visión de negocio, si fuera el caso. Respeto, honradez, sinceridad, coherencia o trato justo están muy por delante en la lista de lo más valorado. Y no piense que estas cosas son tan obvias que, por supuesto, usted las tiene en abundancia. Mejor intente imaginar qué piensan ellos al respecto.
Ahora que en nuestro país estamos, como ya es costumbre, en periodo de elecciones, imagine su candidatura a jefe votada entre sus colaboradores. Si comienza a fruncir el ceño al imaginarlo, mejor haga una nueva lista de promesas electorales cuanto antes. Ah, y luego ¡no se olvide de cumplirlas!
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