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La mayoría de los moribundos coinciden en su añoranza más frecuente: "si volviera a vivir una nueva vida asumiría más riesgos". Esta es la principal conclusión de una de esas investigaciones que suscitan una mezcla de curiosidad y escepticismo, a partes iguales. Bien mirado, tampoco resulta demasiado extraño imaginarlo. Parece comprensible echar de menos lo que no nos atrevimos a hacer, cuando ya no queda tiempo. Más raro sería que en el lecho de muerte alguien se lamentara de no haber pasado más horas en la oficina, por ejemplo.
Uno de los principales motores que han hecho progresar nuestra civilización ha sido la asunción de riesgos. En buena medida hemos llegado donde estamos gracias a las decisiones y obras de personas valientes, sin temor al riesgo, que fueron tildados primero de locos y luego de héroes. Mi amiga Pilar Jericó dice en su último libro que todos podemos llevar dentro un "héroe cotidiano", con un planteamiento certero y oportuno. Efectivamente, no es necesario abandonar la vida ordinaria para embarcarse, como Shackleton, en una expedición al corazón del Polo Sur. Hay oportunidades más cercanas, que amplían nuestro horizonte y ensanchan el sentido de la vida.
Es muy gratificante descubrir capacidades implícitas, ocultas, que dormían en nuestro interior esperando ser despertadas y entrar en escena. Constituyen ese enigmático bagaje que nos acompaña discretamente a lo largo de nuestra existencia: el potencial. Al enfrentar riesgos y dificultades creamos situaciones idóneas en las que afloran los recursos y capacidades residentes en nuestro potencial. Por eso es tan importante propiciar esos momentos de la verdad, retadores, que ponen a prueba y entrenan nuestro comportamiento. El problema es que, a menudo, sometemos las decisiones que entrañan riesgo a un minucioso proceso de pensamiento lógico racional, cuyo resultado es descartarlas. El análisis y la razón consciente crean sesudos balances de pros y contras, que terminan abortando toda decisión en la que los datos favorables no ganen por goleada. O sea que, además de la falta de autoconfianza o la desgana, el origen de la limitada asunción de riesgos en nuestras decisiones puede residir en un exceso de racionalidad.
Participo en un grupo de reflexión interesante junto a otros expertos en personas y organizaciones. En la última reunión analizamos los procesos de toma de decisiones. Un colega aportó el controvertido libro de Gerd Gigerenzer, Decisiones Instintivas, que tomamos como base para el debate. Quienes creen que, básicamente, decidimos con las intuiciones y justificamos con las razones, quizá acierten. Parece que el inconsciente es mucho más inteligente y fiable para decidir de lo que pensábamos. Como sintetiza el editor, elegir lo correcto no consiste en amasar gran cantidad de información, sino en descartar intuitivamente aquella que no necesitamos.
En épocas de crisis y tribulación como la actual, responder de forma conservadora, sólo con la cabeza, a este entorno alicaído y tristón en el que vivimos, quizá no sea la mejor receta. Casi un 10% de los directivos en procesos de recolocación se están lanzando a emprender por cuenta propia, supongo que guiados por la necesidad, pero también por la intuición. Apostemos por ellos. Al fin y al cabo, el riesgo es la sal de la vida. Es mucho mejor atreverse ahora que tener que lamentarse algún día por lo que pudo ser y, simplemente, no fue.
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