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Escuché la expresión por primera vez en boca de Ed, un tejano singular que dirigía con buen tino una excelente fábrica de alta tecnología. Era parte de la gran AT&T de comienzos de la década de 1990, la admirada compañía-escuela que marcaría el rumbo de mi carrera profesional. Ed tenía un estilo informal y desenfadado. Recuerdo una ocasión en que recibió una visita institucional de un ministro y un presidente de comunidad con un reloj de Disney en su muñeca, de cuya esfera sobresalían apenas las orejas de Mickey Mouse. Se sorprendió ante la sugerencia previa para que se lo cambiara, que no aceptó, al ser un regalo de sus hijos. Ese era Ed. Pues bien, frente a los momentos de duda, en los que uno pondera si le compete o no tomar una decisión, él lo tenía claro y así lo transmitía: "Prefiero gente en mi equipo que pida disculpas en vez de pedir permiso". Desde entonces, he recordado esa frase en muchos momentos y he palpado vivamente en primera persona su valor y utilidad.
Todos hemos vivido situaciones en las que damos demasiadas vueltas antes de decidir o actuar. Unas veces nos perdemos en la famosa parálisis por el análisis al considerar infinitas alternativas. Otras, es el miedo a las consecuencias de una actuación errónea el que nos bloquea. Otras tantas, buscamos el consenso involucrando a terceros y, en todo caso, nos aseguramos de contar con el empowerment suficiente, es decir, la delegación que nos atribuye la competencia para obrar. El caso es que las cosas no suceden o llegan con demasiado retraso, después de recorrer un bucle carente de valor.
La línea que separa las decisiones autónomas que nos competen de aquéllas que necesitan aprobación previa es a menudo delgada y difusa. En esa frontera encuentra sentido la frase citada; mejor pedir disculpas por haber tomado una iniciativa sin consultar, que pedir permiso para cada paso que damos. Ir más allá de lo que se espera de nosotros es una característica propia de los mejores ejecutivos, que resulta poco compatible con una actitud permanente de pretender estar cubierto por arriba en todos nuestros movimientos.
Lo anterior requiere que los directivos sientan de verdad que tienen libertad para actuar. Para ello, las culturas empresariales han de ser más permisivas y tolerantes con el posible error de quienes toman la iniciativa. Los reproches más graves deberían serlo por omisión, más que por acción desacertada. El pecado de inacción o indecisión es de los más graves en un directivo. Antes se promocionaba a quienes tenían mayor expertise, quienes acumulaban sabiduría como algo valioso en sí mismo y diferenciador. Esto era muy evidente en empresas de alto componente técnico. Hoy, el conocimiento es una commodity, una mercancía universal y fácilmente accesible, incluso gratuitamente en muchos casos. En las empresas, el saber que importa es el saber para hacer. De nada sirve el conocimiento si no se pone en acción.
Revise cómo es la cultura y el proceso de toma de decisiones en su empresa. ¿Se fomenta realmente la iniciativa y la decisión en los colaboradores? Si no es así, mire hacia arriba y vea cómo puede influir para cambiar las cosas. Pero no olvide mirar también hacia abajo, hacia su equipo. ¿Prefiere también gente a su lado que pida disculpas en lugar de pedir permiso? Piénselo. Deje que el talento que le rodea se ponga en acción, no les frene. Seguro que eso les hará crecer y madurar. Y el fruto llegará en forma de resultados, no le quepa duda.
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