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Hace unos días pasó por Madrid Julio Olalla, con quien tuve ocasión de compartir una sesión de reflexión por segunda vez. Hablaba Julio, -toda una autoridad internacional en comportamiento humano y coaching, de verdad-, de la importancia de conversar y aludía a su raíz latina: compartir juntos. Destacaba la trascendencia del lenguaje en nuestras relaciones con los demás y concluía que, de alguna manera, somos resultado de las conversaciones que hemos tenido, observamos la vida a través del lenguaje y modelamos con él nuestra identidad y el mundo en que vivimos.
De ahí la crucial relevancia que puede llegar a tener con quién hablamos y qué decimos. Algunos de estos interesantes postulados se recogen en el libro Ontología del lenguaje, de Rafael Echeverría, que me regaló uno de los asistentes a la sesión.
Traigo a colación esta referencia al lenguaje por ser generador básico de las opiniones ajenas sobre nosotros mismos, y también de nuestros juicios sobre los demás. Un directivo me decía una de sus frases favoritas: "El hombre es preso de sus palabras", aludiendo precisamente al compromiso que se adquiere con lo que decimos, y que nos debe llevar a comportarnos consistentemente con lo declarado y a conseguir lo prometido. Pero además de este compromiso, es necesario que lo que digamos esté fundado, tenga certeza y validez, y -deseablemente- sea sincero. Nada más y nada menos. Todos estos atributos van conformando la percepción de confianza en una persona u organización. La confianza es la que nos permite sostener relaciones estables y duraderas con las personas. También es la esperanza segura que se tiene de algo y que, cuando se mantiene firme en el tiempo, va proporcionando una sensación a la que toda persona u organización éticamente responsable debería aspirar: la confianza.
Pues bien, creo que todas estas cosas se minimizan peligrosamente en estos tiempos. Escuchamos cómo se dicen verdaderas barbaridades, imprecisiones, falsedades, con una ligereza que produce rubor, e incluso, lo que es peor, a veces siendo conscientes de que lo que se dice no es cierto, o lo que se promete no va a producirse.
Si esto lo mezclamos con una arraigada creencia según la cual lo que importa es el presente, salir airoso de la prioridad de lo inmediato y sacarnos el problema de encima, el efecto puede ser de lo más pernicioso para un futuro cuya importancia sacrificamos en aras de acallar efímeras urgencias.
El precio que pagamos al proceder con estas alegrías tiene un altísimo coste para la reputación y el prestigio en el largo plazo. Algo tan sencillo como pensar las cosas antes de decirlas, confirmar lo que dudamos antes de afirmarlo, valorar las probabilidades de que algo suceda antes de darlo por seguro, abstenernos de emitir juicios con precipitación, son algunas recomendaciones que tendríamos que tener muy en cuenta. Y, desde luego, evitar caer en la tentación de hablar por hablar, de pronunciarnos sobre algo simplemente por evitar un silencio que revele desconocimiento o falta de criterio. Si queremos fomentar la confianza como valor sublime en las relaciones entre las personas, cuidemos lo que decimos, pues ello permitirá que consigamos convertirnos en alguien en quien confiar.
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