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En su Viaje extraordinario al centro del cerebro, el francés Jean-Didier Vincent aborda una interesante paradoja. Aunque la individualización constituye uno de los atributos distintivos por antonomasia de la especie humana, ésta va acompañada de «una imitación generalizada, que unifica al grupo, dinamizándolo e imponiéndole la producción incesante de similitudes garantes de su perpetuación». El autor recuerda el incuestionable anclaje biológico de imitar, en el que la especie humana destaca especialmente. Cualquiera ha podido observar la importancia de la imitación en el aprendizaje de los bebés. Con el paso de los años, la repetición de conductas continúa suponiendo una fuente formativa inagotable, que alimenta ese eterno proceso educativo que es la vida. Por ello, tanto en el seno de la familia como en la escuela y el trabajo, resulta de crucial importancia contar con modelos a seguir, dignos de ser imitados.
Junto con la observación, la imitación y la simulación constituyen algunas de las mayores fuentes no convencionales de aprendizaje en las organizaciones. El comportamiento de los directivos es objeto de imitación, e incluso de emulación aguas abajo, por parte del resto de los empleados. Se entiende que copiar lo que hacen los de arriba -e incluso aumentarlo- es algo meritorio, que hace ganar puntos ante sus ojos. Esto provoca como resultado una expansión de la cultura corporativa y sus conductas asociadas -para bien y para mal-, así como una herramienta potentísima para generar liderazgo e influencia.
Pero muchos directivos parecen no ser suficientemente conscientes de esta circunstancia. Es frecuente, por ejemplo, que los enfrentamientos internos entre dos directivos de alto nivel sean replicados miméticamente en forma de lucha recíproca entre sus respectivos equipos, al entender que es eso lo que se espera de ellos. Como resultado, se dispersan energías y se enturbia el clima. O, lo que es peor, se termina trabajando para los intereses personales de tu jefe, en lugar de hacerlo al servicio de la estrategia general de la organización.
Conseguir que otros quieran emular nuestros actos, por el valor que se traduce de ellos y no por otros motivos menos edificantes, aumenta nuestra capacidad de influencia. Y saber influir es mucho más importante y difícil que saber mandar, sobre todo en estos tiempos. En un entorno plagado de incertidumbres, con múltiples condicionantes e interacciones que no controlamos nunca del todo, el poder es menos relevante que la autoridad. Los galones de mando pierden la batalla frente a la coherencia, la solidez y ejemplaridad.
La obediencia debida y el ordeno y mando ceden frente a la necesidad de argumentar y convencer a base de credibilidad. Quienes tienen la capacidad de conseguir que las cosas sucedan mediante la sutil influencia, ganando voluntades, poseen un arma de incalculable valor, cada día más demandada entre los clientes que nos encargan buscar a sus directivos.
¿Cuántas cosas de las que hace en su trabajo merecen ser imitadas? ¿Cuántas otras son más bien lo contrario, quizás licencias que se toma por ser el jefe? ¿Cae a veces en aquello de «haced lo que yo diga pero no hagáis lo que yo haga»? Tenga mucho cuidado.
El coste de la inconsistencia puede ser irrecuperable. Si no es usted un buen ejemplo en su organización, olvídese de influir en los demás y de que le sigan por convicción. Simplemente lo harán porque no les quedará más remedio.
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