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Existe una práctica social bastante generalizada que consiste en preparar a los niños, cuando van creciendo, para que sean capaces de enfrentarse a la cruda realidad de la vida, una vez despojados de la ingenuidad e inocencia propias de la infancia. Así, es común que en la temprana adolescencia los adultos les traslademos buena parte de nuestros miedos, ansiedades y recelos, acompañados de una buena dosis de escepticismo, en un vano intento de precipitar una madurez que les proteja y les sirva de arma para afrontar posibles desengaños o decepciones futuras. Y lo peor es que, además, lo hacemos "por su bien", con consejos como el viejo refrán "piensa mal y acertarás", que representa la sublimación de la desconfianza, encierra el fruto de malas experiencias o frustraciones vividas, y nos lleva a comportarnos con la retranca de un gato escaldado que no se fía ni de su sombra. ¡Bienvenidos a la edad adulta! Se refiere a ello José Antonio Marina en su libro Aprender a vivir, que todo padre y educador debería leer.
Pues bien, si tomamos el refrán en sentido positivo como titula la columna de hoy -siguiendo la recomendación que me hizo Ander Lizarraga, estupendo jefe de ventas aficionado al management-, encontramos una ocasión propicia para reflexionar acerca del impacto de nuestros pensamientos en nuestras actitudes y comportamientos e incluso en nuestra salud mental y física. Cada persona tiene una manera particular de pensar y de interpretar y estructurar sus vivencias. A veces, los pensamientos incluyen un prejuicio sistemático contra uno mismo, que provoca la tendencia a valorarse negativamente, de forma autodestructiva, lo que puede derivar en una enfermedad depresiva. Contra esta patología surgieron las terapias cognitivas de Aaron Beck empeñadas en hacer ver al paciente que pensar mal es la causa principal de su desgracia. Hay referencias abundantes al respecto, como la de Eduardo Punset en su Viaje a la felicidad, que ha conseguido auparse a los primeros lugares del ranking de libros superventas, -lo que nos da una idea de lo necesitados que estamos de abrazar con fruición cualquier invitación a alcanzar tan ansiado destino del ser humano-.
Pensar mal sistemáticamente sobre el resto del mundo tampoco es, desde luego, cosa sana ni recomendable. Supone un obstáculo en las relaciones con los demás, que dejan de ser efectivas, francas y satisfactorias. Además, transporta a la persona por una espiral irreal y sesgada de negativismo y angustia que le puede impedir disfrutar y vivir una vida plena.
En cambio, pensar bien es uno de los rasgos característicos de quienes tienen una elevada inteligencia emocional. No me refiero sólo al hecho de ser optimistas y positivos, algo importantísimo para superar las adversidades y ser feliz. Significa también pensar correctamente según la realidad de los hechos. Tener una visión adecuada y realista de lo que ocurre a nuestro alrededor. Evitar que los pensamientos y prejuicios negativos se apoderen de nuestra percepción y desvirtúen nuestra lógica y capacidad de observación, sin motivo aparente. Por terminar con un poco de humor y desdramatizar las cosas, intentemos que no nos pase como al paisano del viejo chiste que tras pinchar a media noche, se iba acercando a pedir un gato a una casa solitaria, pensaba en la enojada reacción del campesino en su repentino despertar y al abrirle la puerta le espetó: "¿Sabes lo que te digo?, que te metas el gato por donde te quepa".
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