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Mi amigo ha tenido una carrera de éxito en el mundo de la consultoría. En el camino ha tenido que superar toda clase de obstáculos y adversidades. Pero esa selección natural de la especie profesional, que hace que a la larga cada uno termine en el sitio que le corresponde (con excepciones, como en toda regla), ha hecho justicia con él. Es socio de una de las primeras y más prestigiosas firmas globales. Aquel día charlábamos sobre los enormes cambios en los valores de las nuevas generaciones que se incorporaban al mundo del trabajo. Me comentaba las dificultades de su compañía y de sus clientes para encontrar gente joven, con ganas, preparada y dispuesta a sacrificarse en aras de labrarse un porvenir, como decían nuestros padres. Como ejemplo me relataba su última y decepcionante experiencia.
Había tenido una serie de entrevistas con jóvenes de su compañía con el fin de reclutar un equipo de consultores para un importante proyecto internacional. Hablaba con uno de ellos y le contaba con entusiasmo la relevancia y visibilidad de este encargo para el cliente y la oportunidad de aprender sus procesos de negocio, sobre los que trabajarían a fondo. Le recalcaba con énfasis la dimensión internacional del proyecto, que supondría para él integrarse en un equipo diverso y multicultural. Obviamente ello requeriría viajar con frecuencia durante algunos meses. También habría que trabajar duro para cumplir los ajustados plazos comprometidos, lo que podría conllevar jornadas laborales flexibles aunque extensas.
Pero, a pesar de estos inconvenientes, mi amigo le planteaba el reto como una auténtica ocasión de progresar personal y profesionalmente, de manera acelerada, en su incipiente periodo de aprendizaje dentro de la firma. El joven le miraba con un punto de escepticismo y tras escucharle, se despachaba con un lacónico "gracias por el ofrecimiento, pero es que no me compensa...".
A mi amigo le brillaban los ojos mientras me lo contaba indignado.
"Te das cuenta, ¡¡que no le compensa!! Los de nuestra generación debimos ser gilipuertas, porque cuando empezábamos ¡nos compensaba todo!, con tal de aprender y progresar lo más rápidamente posible".
Yo le escuchaba con una mezcla de comprensión y solidaridad y pensaba en mis comienzos profesionales, hace más de veinte años.
La verdad es que entonces ni siquiera se me ocurría plantearme si me compensaba o no, simplemente aceptaba encantado cualquier oportunidad profesional que mereciera la pena, por mucho sacrificio que exigiera.
Las nuevas generaciones son más celosas de su equilibrio trabajo/ocio.
Quizá muchos de ellos han sufrido la ausencia de unos padres entregados por entero a su profesión. También algunas empresas han podido excederse al exigir más de la cuenta, ante la abundante oferta de mano de obra cualificada joven (que, por cierto, comienza a escasear). Nadie duda de la necesidad de fomentar la famosa conciliación; estoy convencido de que las personas equilibradas consiguen mejor rendimiento y son más felices. Pero también es cierto que hay que sacar todo el jugo a los comienzos profesionales.
Las carreras plenas y exitosas no caen de los árboles si no se han sembrado y regado adecuadamente. Y ello requiere que de vez en cuando nos olvidemos de estar continuamente calculando lo que compensa en cada momento y en el corto plazo. A la larga, lo que más compensa es una vida profesional rica, comprometida y que deje huella. Y eso suele estar reñido con las medias tintas y con la exclusiva búsqueda del resultado inmediato.
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