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Tancredo López no había sido un torero con suerte hasta ese momento.
Cercano a la desesperación por conseguir fama y fortuna ideó un nuevo lance que pasaría a la historia. Ataviado con ridículos ropajes y pintado íntegramente de blanco, aguardaba petrificado al toro subido en un pedestal en el centro de la plaza. Su única obligación era la de mantenerse inmóvil, en la confianza de que su aspecto marmóreo confundiera al astado, que le ignoraría creyéndole una estatua. Acababa el siglo XIX y el público acogió con alborozo tal alarde de creatividad. El invento del torero valenciano fue extendiéndose por España. Surgieron imitadores que se jugaban la vida haciendo el Don Tancredo. Dada la peligrosidad del lance y las cogidas que ocasionaba, la autoridad competente actuó con sensatez al prohibirlo a mitad del siglo pasado.
Gracias a la tauromaquia, la sabiduría popular ha atribuido el calificativo de Don Tancredo a quien se inhibe de tomar decisiones que le competen y corresponden. Permanecer pasivo, sin mover un solo músculo mientras ocurre algo que nos debería obligar a intervenir es una buena manifestación de tancredismo. ¿Les suena?
Después de centenares de entrevistas a las espaldas y largos años dedicados al oficio de las personas en las organizaciones, me encanta escuchar a los demás. Es un atractivo de esta apasionante profesión, que para otros sólo es un negocio. En los últimos meses me ha venido este personaje a la cabeza, mientras entrevistaba a directivos. Varios de ellos aludían a este concreto perfil en sus empresas y lo retrataban con precisión. Lo sorprendente es que no se referían a casos efímeros, en los que la estancia en el puesto hubiera sido breve. Parecería lo lógico, una vez corroborada la tendencia a la inacción e indecisión del tancredista.
Pero no, se referían a directivos en puestos de relevancia durante largos periodos, que incluso habían promocionado.
¿Cómo se puede permanecer años en una posición directiva de elevada responsabilidad, actuando como Don Tancredo? Después de pensarlo un poco y revisar la memoria, se me vienen a la cabeza algunos, seguro que a ustedes también. En mi caso tiene menos mérito.
Por propia experiencia en varias empresas y en Recursos Humanos, tengo un buen muestrario. Les doy unos rasgos característicos del perfil: no se mojan ni debajo de la ducha, se alinean siempre con la superioridad evitando discrepar o ser incómodos, se abstienen de tomar decisiones que les puedan meter en problemas, se comprometen con sus colaboradores sólo hasta donde no peligre su propio statu quo, prefieren enviar a sus tropas al frente de batalla mientras permanecen en la retaguardia. Como resultado, pueden permanecer años en sus puestos sin el menor desgaste, confundidos con el paisaje, como apéndices organizativos, cuya utilidad ignoramos aunque tampoco estorban mientras no se infecten.
Todos nos hemos lavado las manos como Pilatos en alguna ocasión.
Al fin y al cabo, el cerebro sano tiene como prioridades mantener la vida y evitarle problemas. Pero ser un buen directivo entraña compromiso, defender la posición, mantener el criterio o frenar las injusticias, arrimarse al toro con arte y valor. Antes o después, a Don Tancredo no le esperan los honores de la Puerta Grande, sino la indiferencia de la memoria colectiva o el menosprecio del respetable bajo una lluvia de almohadillas.
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