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Escuché la palabreja por primera vez en Santiago de Chile hace veinte años. Mi compañía acababa de adquirir una gran organización en Latinoamérica y mi misión, como responsable de gestión y desarrollo de directivos, consistía en entrevistarlos y evaluar sus capacidades de liderazgo. Recuerdo que durante la conversación uno de ellos se refirió a un miembro de su equipo como “un tipo altamente criterioso”. Me encantó el calificativo; no podía ser más explícito. La RAE define al criterioso como alguien que “demuestra sensatez y buen juicio al hablar o actuar”, y circunscribe su uso a varios países de habla hispana. Una muestra más de la riqueza de nuestra lengua por aquellas tierras.
A veces recuerdo esa expresión cuando me encuentro con ese tipo de personas que destilan sentido común por los poros. Da gusto escuchar cómo se expresan quienes demuestran tener buen criterio, cómo argumentan sus puntos de vista, sus ideas y opiniones de forma tan juiciosa y lógica en sus planteamientos. Huyen de las posiciones extremas o radicales y siempre encuentran algunas razones válidas en casi todas las posturas, por lejanas que parezcan de las suyas. Tratan de ponerse en los zapatos de su interlocutor o de su oponente y de entender el porqué de sus postulados, en lugar de rechazarlos de plano sin ni siquiera pensarlos, guiados por sus prejuicios o dogmatismos.
Las personas con sensatez y buen juicio suelen ser ponderadas. Valoran las consecuencias de sus actos antes de tomar decisiones y evitan precipitarse o hacerlo en caliente. No se dejan apabullar fácilmente sin haber analizado con algo de serenidad los pros y contras de cada cosa. Son realistas, no se plantean logros imposibles, aunque en su fuero interno puedan aspirar a conseguir lo máximo. Tampoco se les ocurren excentricidades que pongan en riesgo aquello que realmente les importa.
Con todas estas características asociadas, coincidirán conmigo en que el buen criterio es una rara avis. O al menos lo es como atributo permanente en la forma de ser y de actuar de cada uno de manera consistente. Todos hemos desbarrado en más de una ocasión y actuado de forma mucho menos sensata de lo que hubiera sido deseable. Quién no ha desperdiciado una de esas magníficas ocasiones de haberse estado quietecito o calladito, para sus posteriores lamentaciones. Pero, en conjunto, hay personas que demuestran con sus palabras y con sus obras tener mucho mejor criterio que otras.
Pues bien, si esto es importante en la vida corriente, en el caso del líder resulta diferencial por una sencilla razón: su buen o mal criterio repercute en otros muchos. Por eso debería ser uno de los requisitos básicos consustanciales al buen liderazgo, ese que está basado en valores. Lo podríamos asimilar de alguna manera a lo que José Antonio Marina llama la inteligencia de uso, es decir, no la inteligencia cognitiva medida por el cociente intelectual, sino su puesta en acción, el uso que hacemos de ella. Personas muy inteligentes pueden usar su inteligencia de forma estúpida a la hora de dirigir su comportamiento, como explica muy bien el autor en “La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez”.
Si vamos al mundo empresarial, los directivos deberían ser elegidos no solo por poseer mejores capacidades -incluida la inteligencia-, sino por haber demostrado tener mejor criterio a la hora de ponerlas en acción para orientar su conducta o tomar sus decisiones. Hay quien defiende que esa especie de sentido común está en el ADN de algunas personas, como ocurre con la intuición. En parte es cierto, pero, además, el hecho de acumular experiencia directiva debería facilitar el ir adquiriendo ese buen criterio para decidir, siempre que se hubiera conseguido aprender de la experiencia vivida, claro. Por eso, quienes nos dedicamos a la identificación, evaluación y búsqueda de talento damos una enorme importancia a este factor de aprendizaje.
Y, para terminar, qué ocurre en el ámbito de las organizaciones políticas, de férrea jerarquía y poder concentrado. Pues lo que estamos viendo es una alarmante pérdida de criterio, un creciente avance de la intolerancia y los extremismos -por no decir fanatismos-, agravados por el desastre sanitario, económico y social de la pandemia. La falta de respeto a las instituciones en algunos casos y a los oponentes en otros son buenas muestras que impiden a quienes gobiernan aprender nada que vaya contra sus convicciones.
En cambio, necesitamos más que nunca la racionalidad en quienes deberían trabajar por el bien común de los ciudadanos, más allá de los cálculos electorales. Tender la mano tendría que ser la máxima prioridad en estos momentos; de hecho, es un clamor por parte de cualquiera que tenga un mínimo sentido común.
El líder criterioso no puede ser visceral ni fanático. El buen juicio consiste en escuchar con interés también a los que disienten. En entender las diferencias de opinión evitando prejuicios. En valorar las alternativas con ponderación. En aplicar lo aprendido de la experiencia para gestionar positivamente los conflictos, para concertar y para decidir con inteligencia. Quiero pensar que tenemos un buen puñado de líderes así en nuestro país, aunque no sé si están en el lugar adecuado y en el momento oportuno. Ojalá que sí lo estén, y que nos den muestras de su grandeza antes de que sea aún más tarde.
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