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La historia se repite una y otra vez. Sea cual sea el tipo de organización, son contados los casos en que los líderes se preocupan del día después, ese que llega tras su marcha. No hay que ser un lince para darse cuenta. Basta mirar a nuestro alrededor para encontrar ejemplos de ello, tanto en las empresas como en la política.
Para los partidos, elegir sucesores es todo un parto. En las cocinas de la llamada 'democracia interna' —de rabiosa actualidad—, se utilizan criterios de elección difíciles de entender por el resto de ciudadanos ajenos a la vida partidaria. Expectativas de poder o victoria, equilibrios en los apoyos territoriales o pago de gratitudes debidas son algunos criterios que se utilizan, puramente transaccionales. La confianza y la lealtad ponderan mucho más que las capacidades y el mérito. Como resultado, quien llega arriba no es necesariamente el más capaz sino el que más se lo propone y mejor maneja la astucia política, eso sí.
Las empresas lo tienen, en teoría, más fácil, por no estar sometidas a mayor plebiscito que el de obtener resultados positivos y contar con el beneplácito de sus accionistas. En realidad, tienen libertad para elegir a sus líderes y planificar su sucesión, pero esto último ya es otro cantar. Y no me refiero solo a los 'números uno', sino a cualquier otro directivo de alta responsabilidad.
Se me ocurren cuatro causas por las cuales se planifica poco y mal la sucesión del líder.
1. Una vez llegado arriba, casi nadie quiere irse.
Es tan sencillo de explicar como humano de entender. Alcanzar la cúspide viene a colmar las aspiraciones de quienes lo han perseguido con ahínco durante años. Nadie llega ahí sin haberlo intentado con todas sus fuerzas. El hecho de haberlo conseguido viene a satisfacer algunas de sus necesidades más básicas, tanto materiales como, sobre todo, emocionales, a las que es durísimo renunciar una vez se cumplen.
2. El 'efecto rey desnudo' convierte al líder en miope.
Mantener el contacto con la realidad es uno de los mayores retos del líder, que ha de hacer un balance adecuado entre dos mundos opuestos. Por un lado, ha de tomar la distancia necesaria que su posición requiere, por muy cercano que pretenda mostrarse. Por otro, necesita tener bien tomado el pulso de lo que sucede realmente en la organización, lo que piensa la gente, el impacto que causan verdaderamente en los demás sus comportamientos y sus decisiones
Ahí entran en acción los colaboradores y los asesores, en teoría capaces y confiables, cuya mayor contribución debería ser decirle la verdad al jefe, por incómoda que sea.
Sin embargo, lo habitual es más bien lo contrario. Como en la fábula, elogiar al unísono el vestido a quien va desnudo termina por convencerle de lo estupendo de su indumentaria. Decir al jefe solo lo que quiere escuchar le regala tanto el oído como le perjudica la vista, signo inequívoco de su decadencia. Se pierde la noción de la realidad y no se percibe la necesidad del cambio.
3. La autoestima se dispara y eleva el listón para el sucesor al infinito.
El poder refuerza al líder ungido con el baño de la púrpura y 'a priori' le otorga el reconocimiento automático de los colaboradores —salvo que sea un caso extremo, de esos de 'juzgado de guardia', que también los hay—. Los sociólogos dicen que el partido que llega al poder se beneficia de un número adicional de diputados gracias a electores que votan por sistema a quien manda.
También en las empresas quienes ocupan las más altas responsabilidades cuentan por lo general con el respeto y el beneplácito de los colaboradores, hasta que les llega el momento del declive y no lo ven. La adulación repetida durante años, incluso merecida por los buenos resultados, hace que el líder se deje caer en brazos de una complacencia que refuerza su autoestima en tamaño desmedido. Y, claro, no hay Superman en el mundo capaz de igualar sus gestas, por lo que todo potencial sucesor termina sabiendo a poco, o sea, casi mejor no empeñarse en buscarlo.
4. La elección de sucesor abre un avispero que perturba la vida de la organización.
Ahora que estamos en plena fase de sustitución de directivos por razones meramente políticas, de lealtad o ideología, en la Administración, instituciones, empresas públicas o participadas, pocas cosas perturban tanto la marcha de una organización como los relevos por arriba. Las cosas suelen cambiar drásticamente.
Pues imaginen si, además, no se conoce al sucesor, pero sí se sabe que alguien será sustituido. Quinielas por doquier en corrillos de café, aspirantes que se postulan o mueven sus influencias, incertidumbre sobre el futuro y los proyectos en marcha, reposicionamiento ante el futuro jefe, etc. En definitiva, alteración del ambiente, pérdida absurda de energías que habría que dedicar al mercado y bajada de la productividad. Frente a todo ese lío, casi mejor dejar el debate de la sucesión para otro momento, pensarán algunos.
A pesar de estas cuatro barreras, prever y planificar adecuadamente la sucesión, sobre todo de las posiciones más críticas, debería ser una responsabilidad crucial para cualquier organización. Primero, como ejercicio de identificación del talento potencialmente sucesor con el que se cuenta. Segundo, como fórmula para ser consciente de que no existen potenciales sucesores —si es el caso— y hay que hacer algo para resolverlo. Y tercero, no menos importante, para recordar a los líderes algo tan obvio como que nada dura eternamente y nadie, ni siquiera ellos, es imprescindible. Piensen en ello durante el verano y ¡felices vacaciones!
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