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En el frontispicio del templo griego de Delfos aparecen dos máximas, sabias recomendaciones donde las haya: "Conócete a ti mismo" y "Nada en exceso". Lo contaba Luis Racionero hace veinte años en su polémico ensayo sobre El Mediterráneo y los bárbaros del Norte, para ilustrar la noción de civilización como "medida, límite, humanización del exceso natural y restricción de los instintos desmesurados". Como contraposición, decía: "El exceso es síntoma de barbarie en los modales, en el trato, en cualquier clase de comportamiento; denota poco refinamiento y es causa inevitable de crisis en la sociedad".
Traigo esta referencia a colación con objeto de introducir esta crítica semanal, dirigida hoy contra la funesta costumbre de caer en lo excesivo, y que puede aplicarse a muy diferentes situaciones y órdenes de la vida. Así, hablamos con frecuencia de exceso de velocidad, de comida o bebida, de tabaco (sobre todo en estos días), como prácticas nocivas para con nosotros mismos o los demás. Incluso el cuidado en la tarea o la labor puede llegar a convertirse en "exceso de celo". El trato afable y amistoso puede degenerar en "exceso de confianza". Hacer algo indebido de manera excepcional tiene cierta bula, pero cuando le añadimos el hábito se convierte en vicio. Incluso las mayores fortalezas llevadas al extremo pasan a convertirse en debilidades.
Existe además otro extendido defecto en el que caemos todos, que es el de corregir un exceso con otro exceso en sentido opuesto.
En ocasiones, cuando comprendemos que nos hemos pasado buscamos enmendar el error, pero fallamos en el cálculo y volvemos a pasarnos en sentido contrario. Si hemos sido demasiado permisivos o blandos, con los hijos o con los colaboradores por ejemplo, intentamos arreglarlo y sobre-reaccionamos con un exceso de exigencia o dureza, que lejos de solucionar la situación, la empeora. Es como si fuésemos presos de un movimiento pendular que nos lleva de un extremo a otro, como si el virtuoso término medio no existiera.
Vivimos rodeados de excesos que toleramos de manera conformista, como acostumbrados a ellos. Excesos de trabajo, de prisas, de nervios, de tensión, que compensamos en los ratos de ocio cometiendo abusos de comida, bebida, con demasiado consumo y gasto innecesario.
Algunos programas televisivos demuestran que interesa lo excesivo, las situaciones límite en sucesos de vidas ajenas, que terminan a veces en desgracias, para solaz entretenimiento de aburridos espectadores que necesitan una dosis extra de adrenalina, de emociones fuertes mientras retozan con morbo recostados en el sofá.
La verdad es que no es fácil encontrar el punto de equilibrio adecuado, la moderación y el temple que aconsejaban los clásicos.
Por eso, cada día me parecen más admirables las actitudes, los comportamientos y las acciones ponderadas, medidas, civilizadas, como decía Racionero. Frente a la exageración a veces descerebrada, la mesura representa el triunfo del sentido común, de la sensatez que debería caracterizar a nuestra especie, la de los seres inteligentes.
No es éste un mal propósito ahora que comienza un nuevo año.
Tratemos de reducir los excesos comenzando por fomentar el autocontrol y por introducir un poco más de serenidad, de pausa, de reflexión en nuestras vidas. La plenitud que lleva a la felicidad no va a llegarnos de la mano de excesos pasajeros, sino de la sensación de equilibrio armónico y sostenido a lo largo del tiempo.
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