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Es probable que Edoardo Nesi nunca sospechara que un día sería, simplemente, escritor. Aunque siempre cultivó su afición literaria e hizo sus pinitos, los planes de su padre le orientaron hacia la fructífera empresa textil, fundada ochenta años antes por su abuelo en la ciudad toscana de Prato. Tampoco adivinaría entonces que, al cumplir cuarenta años, acabaría con la tradición familiar vendiendo la empresa que dirigía. Acosado por la competencia china, víctima de la globalización y la apertura de los mercados, su caso fue ilustrativo de la decadencia industrial europea. Lo refleja de manera entrañable en su última y galardonada novela “La historia de mi gente”, un relato reivindicativo y auténtico, entre la añoranza y la rabia, que resulta familiar a los de nuestra generación.
Edoardo ilustra la historia del desmantelamiento de las fábricas y telares con anécdotas y vivencias autobiográficas, en un canto evocador a lo que fueron los días de vino y rosas de la próspera industria textil Made in Italy, de prestigio universal. Argumenta con pasión cómo los derechos sociales y laborales se esfumaban con la irrupción de talleres pirata, creados en su ciudad por orientales, donde se hacinaban en condiciones infrahumanas trabajadores huidos de la miseria de su país. Qué hacer frente a esa competencia desleal y despiadada, se lamenta, tolerada por burócratas europeos o políticos locales incapaces de poner freno al atropello. Es fácil sentir empatía frente a la elocuente y emotiva proclama social y económica de Nesi. Aferrarse a lo que perdimos, clamar por las perniciosas consecuencias de una globalización, cuyos vasos comunicantes han inundado a la vieja Europa con un río de productos baratos, que consumimos sin pestañear en detrimento de los nuestros.
Pero llorar por la leche derramada no hará que el cántaro vuelva a llenarse.
Nada volverá a ser como antes, más vale adaptarse a los nuevos tiempos y ponerse las pilas cuanto antes.
Fue bonito mientras duró la opulencia y el blindaje propio de unos derechos sociales, diseñados durante los años de la Europa del bienestar y los aranceles proteccionistas, que empiezan a verse inasumibles. Hay que ir aceptándolo con naturalidad, aunque exijamos el derecho al pataleo, a preguntarnos –como hace el autor- si alguien no debería pedirnos perdón por habernos condenado a alumbrar la primera generación, desde hace siglos, cuya situación será peor que la de sus padres.
Frente a las quejas y la melancolía hay, en cambio, quien entiende que no se pueden poner puertas al campo y encuentra oportunidades en la globalización. Hay quien está dispuesto a salir de su comodidad para plantar cara a los nuevos tiempos, manos a la obra, aunque luchando con otras armas, eso sí. En España, sin ir mas lejos y hablando del sector textil, hemos generado empresas mundialmente exitosas y admiradas, que han sido capaces de evolucionar y conquistar mercados impensables hace 30 años, gracias a haber sabido adaptarse a las nuevas reglas de juego globales y aderezarlo con innovación y creatividad.
Nuestras Pymes –motor de la economía- han de seguir la estela marcada por algunas de esas grandes empresas que nos enorgullecen.
Es cierto que necesitan financiación y talento, pero también ambición y voluntad para escribir una historia de superación. Una historia bien diferente, y con un final mucho más feliz que la mera explicación –por comprensible que sea- de por qué su proyecto pudo ser y, simplemente, no fue.
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