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Permítanme que, ante la inevitable pereza del nuevo curso, les recuerde un viejo chiste, aunque ya se lo sepan. Ese hijo, como diría Chiquito de la Calzada, que se niega rotundamente a volver al cole, al que su madre intenta persuadir diciéndole, "hijo mío del alma, tienes que hacerlo por tres razones, la primera porque es tu obligación, la segunda, porque tienes 35 años, y la tercera, porque eres el director del colegio".
Comienza un mes de septiembre más bien tristón. El descanso veraniego va dejando paso a la rutina de las obligaciones, y el ocio pierde protagonismo frente al negocio. Y ¡vaya cómo viene el negocio!, dirán la mayoría de ustedes. En estos días, no hay conversación que no incida en lo mismo. Como en la crónica negra de algunos telediarios, convertidos en modernas versiones audiovisuales de El Caso, parece que toca regodearse en lo mal que están las cosas, y en lo peor que se van a poner. Se contrastan opiniones con colegas y amigos esperando una confirmación consoladora de los crudos vaticinios. Parece que el mal de muchos alivia, a pesar del refrán. O al menos descarga de responsabilidad. El caso es que terminamos entrando en una espiral contagiosa de desánimo que amarga a cualquiera que se deje. Incluso a quien no tiene tantos motivos reales para sentirse pesimista, que es lo peor.
Es cierto que los indicadores macroeconómicos son bastante malos. Hay poco dinero en circulación, ni siquiera para los bancos, que prestan ahora con cuentagotas. Cae el consumo y se destruye el empleo, lo que provoca a su vez un menor consumo, en un círculo vicioso de nefastas consecuencias. Además, suben los precios y, por tanto, los salarios, y perdemos competitividad, sobre todo frente a los arrolladores países emergentes. Ayer hablaba con un buen amigo que preside una firma de consultoría, a la que no le va tan mal, por cierto, y me decía que sólo saldremos de ésta a base de aumentar la productividad. No le falta razón. O todos trabajamos más a cambio de algo menos, o habrá más gente sin trabajo.
Claro que esos sacrificios en aras del interés social no encajan mucho en esta sociedad en la que la autonomía y el interés individual ganan por goleada. Puede que eso ocurra porque la solidaridad no sea un valor social predominante. Pero también porque la gente está desengañada de quien gestiona o administra lo que es de todos, a menudo ocupado en medidas cosméticas, efectistas y para la galería, que lo único que producen es desconfianza y escepticismo, especialmente en los más perspicaces.
La vida sigue, afortunadamente, para quienes podemos contarlo. El otoño será una estación suave en lo meteorológico, como estos últimos años, supongo que gracias al cambio climático. Es época de nuevos propósitos, de nuevos proyectos. Como en la vendimia, recogemos ahora las uvas con la ilusión de que mañana se conviertan en buen vino. Confiemos en nosotros mismos, siempre podemos hacer mucho más de lo que hacemos. Si además la Divina Providencia ayuda, pues estupendo. Pero, por favor, pongamos las cosas en su sitio y no nos dejemos arrastrar por la corriente. Si alguien le dice que no le va tan mal, no le mire como a un bicho raro y pregúntele qué está haciendo para que así sea. Seguro que encuentra algunas claves útiles y, por qué no, aplicables. Así es que, nada, déjese de protestar y vuelva al cole. Ya verá como la cosa no es para tanto. Y, además, no le dará un disgusto a su madre.
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