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Cuenta la historia que hace muchos años, en un pequeño pueblo olvidado, había un chico que en las noches de luna llena bajaba al río con el único propósito de tirar piedras contra ella. Elegía el tamaño de cada piedra, apuntaba a su objetivo y zas, la lanzaba con todas sus fuerzas una y otra vez. Sus paisanos no daban mayor importancia al hecho, -cosas de chicos, pensaban-, pero un día llegó un forastero al pueblo, supo de la rara costumbre del chaval y quiso conocerlo y hacerle entrar en razón de lo absurdo de sus intenciones. Cuando llegó al río, efectivamente le encontró absorto en su tarea, repitiendo mecánicamente los movimientos, con bastante destreza. No hace falta que lo sigas intentando, hijo, le comentó, es imposible que la alcances, ¿no lo sabes? Claro que lo sé, respondió el chaval, sé que nunca voy a darle, pero soy el que tira las piedras más lejos de todo el pueblo.
A veces utilizo esta historia para ilustrar conversaciones con profesionales y directivos acerca del futuro, de las aspiraciones y las metas en la carrera profesional, ese ámbito tan básico, tan indisociable y tan condicionante de nuestra propia vida. Y en más de una ocasión aparece una buena dosis de escepticismo, más que comprensible si echamos un vistazo a lo que está pasando en el mundo que nos rodea, con esta permanente sensación de vivir en el filo de la navaja.
Con un entorno más incierto que nunca, ambiguo, complejo y volátil –VUCA, como decían los militares americanos y ahora decimos también en las empresas-, ante la incesante lista de riesgos que nos acechan, a ver quién es el guapo que se atreve a hacer predicciones. La planificación a largo plazo ha muerto y nuestras carreras profesionales son tan VUCA y azarosas como el mundo en que vivimos, como nuestras empresas, como nuestras vidas cotidianas. Mejor será pensar más bien poco en el futuro y sortear los obstáculos que vayan apareciendo, mientras nos arrastra la corriente del río de la vida, mucho más turbulenta hoy que en aquella entrañable película de Robert Redford. De verdad que, aún así ¿hemos de fijarnos metas?
La respuesta es claramente afirmativa, no me cabe la más mínima duda. En apoyo de mis razones, no voy a repetir de nuevo aquellos eslóganes, que utilizábamos hace años en las empresas para vender a empleados y directivos la importancia de los sistemas de gestión del rendimiento y la evaluación de objetivos, hoy patas arriba. Esas frases lapidarias que, a modo de citas anónimas como proverbios orientales o cosas parecidas, suelen encabezar capítulos de libros de autoayuda, del tipo de “si no sabes a donde te diriges, nunca sabrás cuando has llegado”, o “a quien no sabe a donde va, cualquier camino le lleva”. No voy a insistir en ellos, no, por mucha sensatez y elocuencia que destilen.
En medio de las tormentas se hace más necesario que nunca fijar bien el rumbo. Y si no lo hace el navegante, la tormenta se ocupará fácilmente de fijarlo a su antojo. Valga el símil náutico para nuestra carrera, en la que identificamos el rumbo con el sentido, en dos de las múltiples acepciones de la palabra. Por un lado, el sentido consiste en la orientación que le imprimimos, en la dirección, representada por la dedicación principal que nos ocupa, aquella que nos hace aprender y progresar en un campo determinado, el de nuestra especialización, que nos proporciona ventajas competitivas diferenciales frente a los demás. Por otro lado, el sentido es el auténtico significado que encontramos en lo que hacemos, aquello con lo que nos vamos identificando a lo largo de nuestra vida profesional y que va formando parte de nuestra esencia, por la que somos reconocidos. Todo esto es demasiado importante para nuestra plenitud como seres humanos como para dejarlo al albur de las tormentas, por fuertes, imprevisibles y complejas que sean. Necesitamos fijarnos metas y aspirar realmente a conseguirlas. Los sueños que no hayas tenido nunca se te cumplirán, decía a mi amiga Arantxa su padre.
En medio de las tormentas se hace más necesario que nunca fijar bien el rumbo. Y si no lo hace el navegante, la tormenta se ocupará de fijarlo
El tamaño de la ambición ya es otra cosa, puede oscilar bastante dependiendo de cada uno. Los hay más o menos conformistas o ambiciosos –en sentido positivo-. En las conversaciones con los demás somos cautos a la hora de expresar nuestras ocultas ambiciones. En mis procesos de búsqueda de directivos, cuando pregunto a los candidatos a dónde quieren llegar, pocos se atreven a confesar abiertamente aquello que anhelan en su fuero interno, ya sea por pudor, timidez o prudencia. Nuestra cultura europea actúa de freno, mientras en otras, aspirar a lo más alto es un valor social tan deseable que se promueve desde el parvulario, eso sí, como consecuencia del esfuerzo y del duro trabajo.
Ya sabemos que en el universo profesional no todo el mundo alcanza la excelencia, ya nos gustaría. Pero el primer requisito consiste en pretenderlo, y el segundo en ponerse manos a la obra. Motiva mucho más haberse acercado a un enorme reto, aun sin haberlo cumplido, que superar un objetivo que sabíamos estaba al alcance de la mano ya cuando nos lo fijamos. Y lo bueno, además, es que la exigencia nos estimula, nos prepara y nos entrena para mejorar, para sentirnos más útiles, más capaces. En las noches de luna llena, recuerde esta historia. Y tírele alguna piedra de vez en cuando. Verá qué a gusto se siente.
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