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Tan sólo habían pasado unos meses desde su recién estrenado puesto de alta dirección. Me contaba sus primeras impresiones en la quietud de su luminoso despacho. Intentaba no alzar la voz -aunque nadie podía oírnos-, mientras relataba con sorpresa cómo la realidad había superado sus temidas expectativas. La casa a la que había llegado, procedente de otra filial de la misma multinacional, era una de las más tradicionales. En su arraigada cultura prevalecían una gran mayoría de empleados y directivos de larga trayectoria vivida bajo el mismo ecosistema, esculpidos por un mismo cincel, carentes de referencias externas previas. El perfecto caldo de cultivo donde la semilla de la endogamia corporativa germina con facilidad y crece a sus anchas. El lugar ideal para mirarse el ombligo mientras se observa la realidad exterior desde un lacónico desprecio, convencidos de que poco o nada puede enseñarnos.
"Lo que más me está costando cambiar en ellos es su escepticismo respecto a mis pretensiones", me decía. "Cuando les planteo algo nuevo me miran con desconfianza, dudan de que mis propósitos sean sinceros. Piensan que manejo una agenda oculta, unas intenciones inconfesables que camuflo con buenas palabras, pero que indefectiblemente traerán para ellos consecuencias nefastas. No terminan de creerse que esté siendo claro y transparente, que vaya de frente, a cara descubierta, llamando a las cosas por su nombre sin mayores tapujos". Me ilustraba sus argumentos con ejemplos que yo escuchaba con la mayor atención, mientras recordaba otras situaciones vividas en primera persona, tan parecidas a éstas como dos gotas de agua. Observaba su ánimo y valentía para impulsar el cambio cultural -el más difícil y complejo de todos los cambios-, y no podía evitar un sentimiento mezclado de admiración, añoranza y solidaridad.
Dos de las patologías más extendidas en nuestras organizaciones son el clientelismo y la desconfianza. El primero de ellos convierte en meramente transaccionales las relaciones entre empleados de una misma organización. Te doy algo porque a cambio tú me das otra cosa, do ut des, puro tráfico de intereses. De éste hablaremos en una próxima columna crítica. El segundo, la falta de confianza, supone recelar de casi todo mientras no se demuestre lo contrario. Partimos de la base de que alguien pretende colarnos goles desde que llegamos a la oficina hasta que nos vamos, y nuestra misión consiste en parar todos los posibles. No me refiero a las relaciones con clientes, proveedores o competidores, lo que podría tener alguna mínima justificación, sino a los compañeros de la misma empresa. Si vienen a pedirnos o proponernos algo, seguro que traen intenciones ocultas. Uno es "vaquilla toreada", muy escarmentado como para que le tomen el pelo. La clave radica en la astucia para descubrir las agendas ocultas de los demás y dejarles en evidencia, fruto de una envidiable sagacidad, acuñada con mérito tras muchos años de "mili" y de lucir con orgullo las cicatrices laborales, como tatuajes de un legionario. Lamentable.
Si se fomenta la falta de transparencia cunde la desconfianza, la organización se acostumbra, adapta y alinea con el ocultismo como actitud. Al final, tan negativo es rodearse de inocentones ingenuos que vivan en la inopia, como de resabiados colmillos retorcidos, cargados de retranca, que desconfían de su sombra. Hágame caso, destruya su agenda oculta. Su salud y la de su empresa se lo agradecerán.
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