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Ha sido objeto de atención desde los pensadores clásicos, aunque cada día está más de moda hablar de ella. Se le dedican sesudos ensayos, análisis e investigaciones por parte de afamados psicólogos, psiquiatras, neurólogos y filósofos. Intentan medirla, entender su origen, conocerla mejor. Mientras los científicos la estudian, los demás ciudadanos pretendemos desesperadamente conseguir a toda costa la fórmula mágica para alcanzarla. No en vano, parece ser la máxima aspiración del hombre (y de la mujer, obviamente).
Me estoy refiriendo a la felicidad.
Los gurús del management han descubierto el filón. Nada como incluir en el título de un libro la ansiada palabreja para que figure en los lugares preferentes de las librerías de consumo, que son como el fast food de la cultura. Estresados ejecutivos compran y leen con avidez librillos de autoayuda que ofrecen consejos rápidos para obtener la pócima de la felicidad, al tiempo que esperan en el aeropuerto -por ejemplo- a que salga su vuelo retrasado y piensan: "También hoy llegaré a casa demasiado tarde".
En cuanto a los seminarios, qué les voy a contar... ¿Quién puede negarse a aprender a ser feliz en dos jornadas de, digamos, sólo siete horas lectivas cada una? Cualquier salón de hotel es adecuado para huir de la vorágine cotidiana y refugiarse en un remanso de paz en el que descubrir nuestro grado de felicidad que, mire usted por donde, depende de lo dichosos o desgraciados que percibamos a los demás. Y es que los seres humanos somos felices cuando estamos mejor que los congéneres que nos rodean, y somos infelices si creemos estar peor que ellos. O sea que la felicidad parece ser un estado relativo. No sé si la envidia -esa especie de tristeza que produce el bien ajeno y de la que los españoles andamos sobrados- tendrá algo que ver con esto, pero desde luego los envidiosos deben ser mucho más infelices.
Perdonen que haya sido tan duro hasta ahora. Respeto muchísimo a quienes se aventuran en el estudio de una cuestión tan trascendente como la felicidad (Seligman, Rojas Marcos, Marina, Punset, etcétera), pero siempre que se haga con rigor científico. El creciente interés por el tema está más que justificado. En las sociedades desarrolladas vivimos tiempos de confusión, tribulación y miedos que amenazan nuestra dicha. Confundimos bienestar material con felicidad, éxito con riqueza y liderazgo con poder. Carecemos de un diagnóstico certero sobre nuestro equilibrio y plenitud como personas e incluso sobre nuestra propia razón de ser. Quizás por eso triunfan metodologías como el coaching que, si se hace por profesionales y expertos, nos ayudan a rellenar un espacio de reflexión interior tan básico como necesario.
La felicidad no se consigue persiguiéndola directamente en acciones compulsivas, como por obligación. La pretendida urgencia que busca conseguir cuanto antes aquello que teóricamente ha de darnos la felicidad es la mejor fórmula para una vida desdichada. Steven Pinker, profesor de psicología de la Universidad de Harvard, se hace eco en su libro Cómo funciona la mente de estadísticas que demuestran que las personas más felices no son las más ricas, bellas o poderosas, sino simplemente las que tienen matrimonio estable, buenos amigos, creencias religiosas y una ocupación motivadora y estimulante. Sé que suena a carca, a sermón trasnochado para consolación de quienes no somos ricos, bellos o poderosos, pero son las cifras. Y yo, además, me las creo.
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